“No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3.000 leguas de nuestra casa” (Gabriel García Márquez, “La soledad de América Latina”, discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, 1982.)
Mi primer encuentro con la obra colosal de Gabriel García Márquez ocurrió en las páginas centrales del Magazín Dominical de “El Espectador”: como anticipo de “Cien años de soledad”, que estaba a punto de editarse, el periódico capitalino publicó un capítulo de la novela con el título de “El gringo come banano”. No recuerdo con exactitud, pero debió ser unos meses antes de que el Everest de nuestras letras saliera al público en aquel año de gloria de 1967. Hoy, cuarenta y siete calendarios después, me parece estar viendo aquellas páginas ilustradas del Magazín y leyendo el capítulo: “Nadie lo distinguió (a Mr. Herbert) en la mesa mientras no se comió el primer racimo de bananos. Aureliano Segundo lo había encontrado por casualidad… y al terminar el primer racimo suplicó que le llevaran otro” (p. 259). ¡Un hombre se engulle un racimo de bananos maduros y pide otro racimo! Pese a que no éramos malos lectores, aquella desmesura nos obligó a releer el capítulo. Cuando llegó la oportunidad de tener en nuestras manos el ejemplar impreso por Editorial Suramericana, la lectura fue una experiencia maravillosa. Incluso, sustrajimos horas valiosas a nuestros apremiantes y absorbentes compromisos académicos para navegar por aquel mundo alucinado y alucinante y formidable (Con su lectura empezamos a saber, alumbrados por la magia verbal de Gabo, que la desmesura era uno de los principales caracteres de nuestra realidad.)
Cada tanto nos fueron llegando las otras obras del cataquero eterno y nos despertaron las más diversas sensaciones, las más variadas emociones. Ese lenguaje total nos envolvía arrobador y nos llevaba por los espacios más significativos de una Colombia apabullada por la injusticia, pero con una capacidad inverosímil de soportar, con una infinita voluntad de soñar y con una tozudez inmensurable para sobrevivir, dignas de mejor suerte.
En 1981 nos estremeció el angustioso exilio del Escritor: la torpeza de ordenar encarcelar a quien representaba, aún sin el Premio Nobel, la figura más grande de nuestras letras españolas, para implicarlo como subversivo, hizo entender la dimensión de la amenaza que se cernía sobre nuestra patria y la capacidad de los sectores comprometidos en reprimir todo intento de recabar los derechos para la inmensa mayoría de compatriotas, sumidos en la miseria y en la desesperanza. Por eso, la inefable alegría que nos produjo en octubre de 1982 el anuncio del galardón universal, tuvo para Colombia, pero de manera especial para algún sector de la clase dirigente, una mancha horrenda: la dolorosa mancha de haber estado a punto de llevar injustamente a la cárcel a la inmensa figura del colombiano más grande de nuestra precaria historia.
El escritor habría de decirlo en Estocolmo en ese diciembre esplendoroso, teniendo como audiencia a toda la especie humana en toda la superficie del planeta: “Frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte” (La Soledad de América Latina”). Aunque a los autores de la orden de apresamiento debieron resonarles desde la capital sueca estas palabras inmensas como martillos que exacerbaron su odio hacia el más grande soñador que produjo nuestra doliente Colombia, aún hoy ese odio envenena la sangre de algunos epígonos y herederos.
García Márquez nos legó su formidable obra literaria como aporte para entender la génesis, las causas y las características de nuestro eterno conflicto. Para ello desplegó una impresionante labor didáctica que va más allá de sus novelas, de sus crónicas y de sus cuentos. Abarca desde los ingentes esfuerzos profesionales y económicos en la publicación de la revista “Alternativa”, pasa por sus desvelados oficios de mediador incansable en los conflictos y llega hasta la obra magna de los talleres de cine y periodismo que quedan en funcionamiento. Páginas imperecederas como el discurso “Por un país al alcance de los niños pronunciado el 21 de julio de 1994 en la entrega del informe de la “Misión Colombiana de Ciencia, Educación y Desarrollo” son documentos de lucidez meridiana que constituyen inapreciables aportes para la comprensión de nuestra realidad. Soñó nuestra utopía y nos incitó a buscarla sin desmayo.
Mientras unos pocos, por fortuna muy pocos, enemigos del genio inmortal esperaron que incurriera en la espuria acción de sustituir a unos gobernantes indolentes −y con frecuencia corruptos− en la construcción del acueducto de Aracataca, otros, bien pocos también, continuarán esperando el día en que vayan al infierno y se lleven la ingrata sorpresa de mirar desde ese tremolar de fuego al Gabo inmortal sentado, no como el pobre Lázaro en el seno de Abraham, sino en el seno inefable de las musas del Parnaso que en la tierra lo hicieron su amante consentido.
Esta es la humilde flor amarilla que lanzo al viento en el estrecho patio de mi casa en Gigante para honrar la memoria del Nobel Colombiano y para expresar mi admiración humilde por su gloria, esa sí inmarcesible.