Vivimos en un mundo en el que la palabra belleza ha sido banalizada al ser vinculada a unos estándares rígidos y limitados, que en buena medida están más asociados al prejuicio y al cliché que al verdadero deleite estético. Esto ha llevado a que el término pierda su verdadero valor y vea distorsionado su significado. La belleza no solo le compete a la mirada; la belleza habita también en las cosas intangibles. Se mueve en todas las esferas y estratos de la vida, en las cosas naturales y en las ficciones humanas, en las pequeñas cotidianidades y en los eventos atípicos que experimentamos, y es una de las fuerzas transformadoras más poderosas de nuestra existencia, porque no solo atañe a lo que complace nuestros sentidos, sino que surte un efecto casi analgésico de difícil explicación.
Podemos sentir la belleza de una manera tan compleja que los efectos que tiene para el cerebro son increíbles. No solo activa múltiples zonas de satisfacción, sino que inunda nuestra neurobiología de bienestar y armonía. Cuando nos rodeamos de belleza, de aquello que como individuos consideramos bello —no canónico—, somos testigos de las múltiples manifestaciones que esta tiene. Podemos hallarla no solo en la perfección inspiradora de la naturaleza o en la simetría de muchas expresiones modernas, sino también en las facciones, gestos y rasgos de quienes amamos, en el sonido de las hojas que parecen crepitar bajo nuestros pies, en la risa de un niño desconocido, en la esencia misma de las personas, o en los lugares que encontramos confortables, pacíficos e incluso idílicos.
Cuando en medio del caos de la vida habitamos lugares bellos —nuestras casas, escuelas, oficinas— algo poderoso ocurre: experimentamos paz, nos sentimos protegidos, inspirados y conectados. Esa belleza refleja orden, bienestar y nos invita a estar presentes, a sentirnos en armonía con nuestro entorno. Los espacios que habitamos, aunque sea de manera breve, no son meramente transitorios, son el escenario en el que transcurren nuestras vidas. Si en lo familiar y en lo individual los sitios que habitamos son determinantes, se hace imperante que los ambientes que son fundamentales para nuestra vida social y cultural sean aún más bellos, en el sentido amplio de la palabra, pero sobre todo dignos.
Necesitamos que las escuelas y las universidades sean transformadas en favor de la educación, que los estudiantes quieran quedarse, que cada rincón de esos escenarios en los que pasan la mitad de su niñez y juventud les sea grato, que los inviten a aprender, pero también que los cobijen, los estimulen y, sobre todo, que funjan como potenciadores de aquellas virtudes y talentos que cada uno de ellos lleva dentro. No es un lujo, no es una petición superflua, es una necesidad, porque aquella belleza que puede cambiar el mundo no se aloja en los espacios, sino que germina en las personas. Necesitamos más personas bellas y, por ende, más humanas en nuestro país y en el mundo; y no me refiero a la belleza física, hablo de la belleza de aquellos que transforman su entorno con bondad, respeto y empatía. Personas que buscan impactar positivamente, que reflejan lo mejor de la humanidad. Esa es la verdadera belleza, la que nace del corazón y se expresa en actos que inspiran y unen.
Un país sin personas bellas, sin esa belleza interior que se manifiesta en el cuidado hacia los demás, es un país que pierde su esencia y que despilfarra su potencial. Si queremos un país mejor, necesitamos más de ese tipo de belleza, la que puede transformar no solo nuestras existencias individuales o familiares, sino nuestra sociedad en su conjunto.