100 años después, La vorágine del escritor huilense José Eustasio Rivera es una novela vigente e inagotable. Aquí una mirada al trasegar de la obra en los apuntes del magíster en Literatura, César Augusto Gutiérrez Herrán, funcionario del Centro Cultural del Banco de la República.
Por: César Augusto Gutiérrez Herrán
Magíster en Literatura
En cierta ocasión, el novelista y docente Rigoberto Gil Montoya me refirió que para la época del bicentenario, la Universidad Tecnológica de Pereira realizó una encuesta entre estudiantes de maestría y doctorado en literatura para realizar un consolidado de las novelas más leídas. Para mi sorpresa, La vorágine ocupó el primer lugar y Cien años de soledad el segundo. De hecho, ambas novelas, junto a María de Jorge Isaacs, son reconocidas como las tres novelas más importantes de la literatura colombiana.
A cien años de su publicación, La vorágine continúa siendo una novela vigente e inagotable, que ha sido tomada como objeto de estudio en distintas universidades a nivel nacional en internacional para ser analizada desde distintos enfoques, como el de la ecocrítica, debido a la coyuntura de cambio climático que atravesamos actualmente. Allí radica parte de su importancia, no solo por el aporte literario, sino por la posibilidad de apertura a la reflexión en otros campos, razón por la cual ha sido traducida a diversos idiomas, como el inglés y el ruso, por ejemplo.
Luego de su publicación, en el año 1924, la novela fue recibida por una serie de críticas mordaces, aunque superficiales, como la realizada por Luis Trigueros a quien Rivera, en vista de la poca profundidad del crítico, responde: “la obra se vende, pero no se comprende.”
Rivera era consciente de que su obra no era una simple novela de aventuras y descripciones poéticas de la selva, sino que se trataba de una novela robusta y compleja en distintos niveles, exuberante como la selva misma. Sus personajes logran conectar con las emociones de los lectores, pero el mayor peso recae sobre Arturo, pues la construcción de este personaje representa un gran acierto en la novela y, quizá, también represente una especie de extrañamiento en cuanto a los tipos de personajes que sobresalían en la literatura nacional hasta la época.
Sin embargo, detrás de la historia de la huida de Alicia y de Arturo desde Bogotá hacia Casanare y luego hacia la selva (guiados por el azar y la violencia), desde donde se nos muestra a los lectores el “holocausto” generado por las caucherías en el Amazonas, con su sistema de enganche o de esclavitud y sus prácticas extractivistas con la cual el sistema capitalista depreda la selva, se encuentra una realidad nacional: el abandono por parte del Estado y los ciudadanos hacia el territorio.
Una de las grandes preocupaciones de Rivera, según lo cuenta su biógrafo Eduardo Neale Silva, fue la defensa de la soberanía nacional. La pérdida de Panamá había generado un impacto en el escritor huilense que luego volvía a resonar con la invasión y posible pérdida del Putumayo, esa tierra de nadie que invadieron los peruanos en tres ocasiones y que generó en 1932, cuatro años después de las denuncias de Rivera, el conflicto colombo-peruano, que dejaría como figura heroica a Cándido Leguizamo. A propósito, habría que decir que incluso La vorágine cumplió una misión importante en este momento de crisis, pues, según la biblioteca Nacional en la exposición La vorágine, la novela dejó como secuela el servir “literalmente de guía de viajeros a los soldados del interior del país”.
Frente a estas muestras de desarraigo por parte de los ciudadanos y del Estado, Rivera se pregunta: “A cien años de independencia ¿Qué somos como Nación?”. Otra pregunta memorable, que resuena en su poemario Tierra de promisión, con un cierto tono de incertidumbre, dice: “¿Y quién cuando yo muera consolará el paisaje?”.
La vorágine es, entre otras muchas cosas, una obra que se fundamenta en la esencia de ambas preguntas. Rivera nos recuerda que nuestro territorio es amplio y que, así como consideramos importantes las ciudades centrales, también debemos sentir y apropiarnos del territorio en sus zonas periféricas, de la diversidad de sus culturas y su gente, así como su situación social y económica. De eso da cuenta el recorrido de los personajes. Su tránsito hacia la selva amazónica, ese lugar periférico y olvidado por el Estado colombiano, es una forma de mostrarle a los lectores de la época y de recordarnos a las nuevas generaciones, hoy 100 años después, la imperante necesidad de apropiarnos del territorio atendiendo a la queja de Arturo Cova al decir que “a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos.”
Es innegable que Rivera era un hombre visionario, que lograba proyectarse hacia las futuras generaciones y que comprendía muy bien el sentido de lo público. Las denuncias que en su momento hiciera frente a las empresas explotadoras del caucho en el Amazonas podrían ser también aplicadas a las nuevas industrias extractivistas que, también esgrimiendo el discurso del progreso y el desarrollo, acaban con nuestros recursos naturales e impactan drásticamente en el desplazamiento de comunidades y “De esta suerte ejercen el fraude contra las generaciones del porvenir”.
Ahora, teniendo como marco las problemáticas que genera el cambio climático, la naturaleza retoma su lugar central y se hace necesario que tomemos medidas frente a nuestras prácticas de consumo. En ese contexto, La vorágine retoma nuevamente su vigencia para seguir cuestionándonos, cien años después, no solo por el territorio sino también por la forma en cómo nos estamos relacionando con la naturaleza desde ese engaño que nos hemos construido de superioridad. La pregunta de Rivera, entonces, se convierte en invitación a consolar el paisaje, a asumir nuestra responsabilidad frente al daño ambiental y a ejecutar acciones reales.