Aclaro, los argumentos esbozados en el presente texto no guardan una relación directa con lo acontecido con la representante del Huila la semana pasada, sino por el contrario, es la apreciación general de un evento, que para mí entender, raya entre el estereotipo negativo de una sociedad superflua, hasta lo mundano del opio del pueblo.
Llegó a mí un muy apropiado artículo del portal Portafolio.co donde se presentaba un informe de cuánto podría costar la participación de una candidata al concurso nacional de la belleza. Dicho monto, podría oscilar en la absurda cifra de seiscientos millones de pesos ($ 600´000.000). Si bien esta cantidad puede variar dependiendo de la delegación y de la candidata ¿Está un departamento como el Huila en la capacidad de invertir una cantidad de dinero aproximada en una candidata al reinado nacional de la belleza? Si suponemos que obviamente habrán otros sectores cercanos a la candidata que también invertirán en su preparación y demás artículos menesterosos, de todas formas, ¿valdrá realmente la pena invertir tanto dinero, tiempo y esfuerzos en una actividad tan poco valorada, y sobretodo, cada vez más desprestigiada como esa?
Apartándonos un poco de los asuntos formales y adentrándonos más en el aspecto sustancial de estos eventos, pues son muchos los elementos criticables y pocos los rescatables de los concursos de belleza en general: Nacionales, Departamentales o Municipales. Al utilizar las tesis de alguien como Sigmund Freud para determinar el porqué de la gran predilección de la mayoría de las jóvenes hacia el deseo platónico de ser reinas de belleza (o de lo que sea), pues muy seguramente se podrían determinar problemas de autoestima, deseos reprimidos de sobresalir, anhelos de superioridad, o simplemente ganas de sentirse admiradas, aunque sea banalmente y solo por su físico.
Pero más que atacar a las señoritas*, lo que verdaderamente se encuentra corroído es el mismo sistema social, que idolatra este tipo de eventos. En un país como el nuestro y gracias a este sueño dorado de ser reinas, a las jovencitas desde muy temprana edad se les está predisponiendo el pensamiento de que serán mucho más valoradas por como son, más que por lo que son. Se les inculca que de ser bonitas, con cuerpos perfectos y matices armoniosos, su vida será más fácil, pues la felicidad les sonreirá con mayor ahínco; mientras que de no ser bellas, serán relegadas a un segundo plano de la aceptación social, y sus aspiraciones serán mucho más limitadas.
Esto, lejos de ser un problema ajeno, es un fenómeno que afecta exponencialmente a la región, puesto que entonces y como ocurre actualmente, las señoritas* que rondan hoy entre los 15 y 25 años de edad, y que serán el 50% del sector productivo del mañana, le están brindando mayor cabida a él como se ven, a estar con la gente “chévere” del grupo, mientras que toda la fundamentación académica y técnica, tan necesaria en una economía y sociedad incipiente como la nuestra, pues está pasando a un tercer o cuarto escalón de importancia, condenándonos a un pobre futuro.
Me pregunto si en países como Dinamarca, Suecia, Canadá o Suiza, se les hará un reinado a prácticamente cada uno de los productos de la canasta familiar. Como digo, más que estigmatizar a las jóvenes que sueñan con obtener una corona, y que muchas veces son tan subvaloradas y manipuladas por el entorno, lo que sí es verdaderamente despreciable es la colectividad consumista que las utiliza y desecha, como si fueran simples objetos exánimes.
A la mujer hay que enseñarle el verdadero valor de una persona progresista, educada, libre y autosuficiente.
Finalmente y ante las absurdas preguntas que les hacen a las candidatas, me quedo con la respuesta dada por el Doctor Carlos Gaviria Díaz a una de ellas: “De estarse quemando el museo, salvaría el cuadro, si fuera una obra de Kandinsky”.