Mirada de Don Quijote. Por Jorge Guebely

Al leer El Quijote confrontamos dos miradas: la de los cuerdos y la del loco, la del primer Sancho que veía molinos y la de Quijote que percibía gigantes.

Jorge Guebely

Al leer El Quijote confrontamos dos miradas: la de los cuerdos y la del loco, la del primer Sancho que veía molinos y la de Quijote que percibía gigantes. Abundan los primeros durante el relato, Sansón Carrasco que se empeñaba en restituir la cordura del Caballero, los Duques que se burlaban de sus extravagancias, y tantos más. La mayoría de lectores nos inclinamos por los cuerdos, creemos más en los molinos que en los gigantes, hacemos parte de los equilibrados, los condicionados por los mismos valores culturales. Estamos más cerca de la crueldad de los Duques y menos de la compasión del Hidalgo. Somos los normales, el extraviado es Quijote.

No advertimos con frecuencia el artificio literario de Cervantes, su intención de crear un personaje loco y feliz, liberado del juicio oficial, de ese tejido de normas, para desvelar las perturbaciones humanas. Sólo así, podía ver lo invisible en lo visible según Swift; trascender la cultura, enjambre de artificios, para avizorar lo real. Como los buenos literatos, nos revela verdades evidentes pero inéditas: no hay peor peligro que la cordura de los adaptados ni mayor salud humana que las locuras del arte. Suficiente recordar la burla de los Duques, verdaderos acoplados, felices en la brutalidad de la parodia.

Algunos lectores intentan desentrañar las leyes que rigen la mirada de Quijote. Borges, siguiendo a Shelling, lo considera un mito; una imagen destellando señales del mundo original. ‘Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos… porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío’. Un mundo libre de los inhumanos constructos culturales.

Por eso, su mirada podía ver en Aldonza Lorenzo a la Dulcinea del Toboso. No se detenía en la campesina rústica, de pelo en pecho, tostada, con ‘la mejor mano para salar puercos en toda la Mancha’. Trascendía la superficie física y social, el imperio de las morales, para percibirla como la princesa lejana, la eterna compañera del Caballero, la quintaesencia de la belleza, la idealidad femenina, la idea platónica. Superaba los opuestos sociales: campesina ordinaria contra delicada aristócrata, la saladora de marrano contra la ociosa princesa, el desprecio a los desposeídos contra la devoción por los poseedores. Ridículas y venenosas etiquetas, trucos sobre los cuales construimos el edifico de nuestra existencia.

Resulta un ‘peligro’ fascinante instalarse en la mirada de Quijote, su locura nos puede demoler las trampas que nos devoran, develarnos las verdades originales, residencia de donde la conciencia humana nunca debió exiliarse.

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