¿Se han preguntado por qué hoy en día la gente no anda resolviendo sus problemas a balazos limpios en las polvorosas plazas de los pueblos, como muchos de nuestros abuelos posiblemente lo hicieron alguna vez? ¿No les parece curioso que prefiramos demandar a alguien para vernos involucrados en un proceso interminable de años y años, con resultado incierto además, antes que hacer justicia con nuestras propias manos? Bueno, pues eso se llama “Confianza en el sistema” y es gracias a ella que podemos vivir sin la preocupación de que el hombre se convierta en un lobo para el hombre. Y aunque claramente siempre habrán individuos que tienen su devoción puesta en la velocidad mordaz del plomo antes que en la de los fallos judiciales, en general podemos decir que todos confiamos que la mano imparcial y omnipresente de la Justicia, representada en aquellos hombres pulcros e impávidos que llamamos jueces, podrá llegar allí donde los gatillos se quedan cortos. Esto en teoría, claro, porque el reciente escándalo del magistrado William Giraldo nos indica que aquel ojo que todo lo ve cede tanto o más a las pasiones terrenales que nosotros los mortales. Aferrarse testarudamente al poder es una maniobra que hasta ahora sólo habíamos tenido la oportunidad de degustar y criticar en las toldas del ejecutivo, pero esta costumbre de timoratos e inseguros infectó a las demás ramas del poder público y hoy la vemos reflejada también en las Altas Cortes. El por qué Giraldo no quiere abandonar su cargo a pesar de envejecer a una velocidad mayor que aquella que la Constitución le permite para ocuparlo es irrelevante frente al gran problema de fondo, el por qué varios de sus poderosos compañeros de oficina lo respaldan es el quid relevante del asunto en toda esta patética novela de descarados en colusión. La pasividad de algunos respetados togados frente al acto infantil y hasta ilegal de su colega de almuerzos no aporta en absoluto a recuperar la fragmentada y derruida imagen que proyectan a los colombianos. Si a esto le sumamos el pérfido lobby que les vimos hacer ante los congresistas en la pasada reforma a la justicia y el escándalo de las cínicas pensiones que algunos devengan, sólo nos queda en el haber una institución corroída por la corrupción hasta sus más hondas raíces. Aquella magna construcción llena de significado que es el Palacio de Justicia hoy se ve profanada por una seguidilla de hombres sin vergüenza que están dispuestos a torcerle el cuello a la ley hasta donde sea necesario para atornillarse sórdidamente a sus poltronas y beneficios. Solo unas pocas excepciones con voces famélicas que se ahogan entre la avaricia de los demás valen la sangre y el dolor que la inmensidad de aquel edificio ha tenido que soportar por defender la Constitución. El resto son juristas con manchas en la toga que no llegan ni al lejano bosquejo de los jueces que nos inspiran confianza, la misma que nos lleva a demandar en lugar de matarnos a disparos como nuestros abuelos.