Mañana, después del terremoto. Por Marco Antonio Valencia

Sobrevivir a un terremoto es cuestión de suerte, pero subsistir al día siguiente, eso sí es coraje. El terremoto dura unos segundos, pero el desconcierto de los días que vienen en compañía del miedo, sin luz, sin el agua, con el olor a muerto, sin abrigo, rebuscando un pedazo de comida y un techo para pasar la noche… eso es otra cosa, y no es cuestión de suerte. Después del terremoto de Popayán de 1983. No volvimos a ser los mismos. Allí se nos fue una vida, y sentimos pasar, como en una procesión interminable, todas las desgracias juntas de la existencia frente a nuestros ojos. Perdí a una abuela y el luto nos llenó el corazón. Y no sabíamos si llorábamos por su muerte o la destrucción de la ciudad. Si el olor a sangre seca de la calle era por la abuela o las heridas de los vecinos. Estábamos de luto y no había donde comprar flores, ni ataúdes. Solo nos mirábamos sin respuestas para mostrarnos el brillo de la angustia en la mirada. En el cementerio los muertos se habían salido de las fosas, y el olor nauseabundo se nos pegaba al cuerpo. Y las lágrimas, que era lo único que teníamos de sobra, no servían de nada. No le interesaban a nadie. Perdimos la casa: las paredes se desplomaron y el techó se cayó encima. Al rato, los ladrones, a vista de todos, vinieron y se llevaron el resto. Las ratas humanas, decía mi padre, nos hicieron más daño que el desastre natural. No pudimos sacar nada. Una casa es el hogar, el refugio de la familia, el lugar donde se aloja el amor de la familia, el sitio en la tierra donde tenemos un domicilio, el cordón umbilical, una morada… Y perderlo de un tajo, es quedarse en el limbo. La mente se ofusca, no se puede pensar con claridad. No sabíamos dónde íbamos a guarecernos de la noche, de la lluvia, del frío, de los ladrones. Ese terremoto acabó con la vida de unos, la fortuna de otros, los sueños de todos.  Y los sobrevivientes, esos guerreros que resistimos un dolor que todavía no termina… porque el recuerdo lo llevamos tatuados en la mirada después treinta años, solo pedimos un poco de respeto para el luto que nos embarga el corazón. Porque fuera del dolor, hay que decirlo, todo lo demás se lo robaron los invasores oportunistas.

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