José Gregorio Hernández Galindo
Vale la pena recordar la reiterada posición de la Corte Constitucional en torno al carácter rígido de la Constitución de 1991. A pesar de las muchas enmiendas que se le han introducido en estos veintiséis años, no es una constitución consuetudinaria, y por tanto, carece de la flexibilidad propia de esa modalidad constitucional, lo cual implica que su modificación, por sencilla o intrascendente que sea, exige todos los requisitos previstos en sus disposiciones, sin los cuales la reforma no se produce.
Así, en la Sentencia C-222 del 29 de abril de 1997, la Corte señaló:
“…con independencia del procedimiento que se utilice, lo cierto es que la Constitución, al establecer requisitos y trámites más complejos que los previstos para la modificación de las leyes, preserva una estabilidad constitucional mínima, que resulta incompatible con los cambios improvisados o meramente coyunturales que generan constante incertidumbre en la vigencia del ordenamiento básico del Estado.
En el caso específico de los actos legislativos, mediante los cuales el Congreso de la República ejerce su poder de reforma constitucional, la propia Carta ha señalado los requisitos que deben cumplirse, los cuales son esenciales para la validez de la decisión y que, por corresponder cualitativamente a una función distinta de la legislativa, son también más difíciles y exigentes”.
Como lo hemos expresado en varios escritos, una cosa es el Poder Constituyente, que según el artículo 3 de la Carta reside esencial y exclusivamente en el pueblo (Constituyente primario u originario), y otra muy distinta es el poder de reforma, que puede ser asignado a un órgano constituido, como el Congreso. Aunque en el caso de la Constitución colombiana no hay cláusulas pétreas o inmodificables, el Congreso -en cuanto habilitado para reformar la Constitución- ejerce una competencia, y eso significa que no recibe ni es depositario del poder originario; no sustituye al pueblo, y, para asumir esa competencia y para que sea válida, legítima y eficaz, y para que rija en efecto una reforma constitucional introducida mediante acto legislativo, es necesario que, con claridad y sin lugar a dudas o a interpretaciones, hayan sido cumplidos en su totalidad los procedimientos, solemnidades, debates y trámites exigidos en la propia Constitución.
Ahora bien, el poder de reforma reside en el Congreso, no en el Ejecutivo, ni en la Rama Judicial, de suerte que, aunque pueda existir alguna duda, discusión o controversia acerca de si se cumplieron o no las exigencias constitucionales para una reforma constitucional en un caso concreto, no es el Gobierno, ni tampoco los jueces o tribunales contencioso administrativos, ni los jueces y tribunales que integran la jurisdicción ordinaria, los llamados a decidir si tales requisitos se cumplieron o no, ni les es dable -porque carecen de competencia- declarar que se ha aprobado una reforma constitucional que el propio Congreso, titular de la competencia, ha declarado que no fue aprobada.
El único tribunal competente para pronunciarse sobre el tema, y eso, no en cuanto a un proyecto que se diga por el Congreso no aprobado -por ende inexistente-, sino exclusivamente respecto a un acto legislativo promulgado, es la Corte Constitucional, guardiana de la integridad y supremacía de la Constitución, cuyo artículo 241, numeral 1, así lo prevé. Como también lo hizo, para las reformas introducidas por el denominado proceso abreviado (Fast track), el Acto Legislativo 1 de 2016.
La Corte Constitucional no podría fallar que un acto legislativo que, según el Congreso, no fue aprobado, sí lo fue, pues si así lo llegase a declarar, invadiría la órbita del Congreso y se arrogaría, ella, el poder de reforma y hasta el Poder Constituyente. Y si tal restricción de competencia vale hasta para la Corte Constitucional, mucho más respecto a los demás jueces y tribunales.
En cuanto a la Sala de Consulta y Servicio Civil del Consejo de Estado, sus conceptos no son vinculantes. No son fallos, como en apariencia lo estima el actual gobierno.
Hay que respetar las jurisdicciones y competencias en el Estado de Derecho. Y hay que respetar la intangibilidad de la Constitución, que no debe ser “manoseada”.