Jorge Guebely
Algún dios debió equivocarse al diseñar un mundo donde armonizaran todas las especies. No tuvo en cuenta la voracidad de los futuros hombres civilizados. Desconocía, quizás, ese insaciable deseo de acumular pertenencias masacrando al planeta entero. Moral desaforada del capitalismo neoliberal para engordar elites poderosas y eliminar a los débiles de esta tierra que antiguamente fue un paraíso.
Cáncer del alma que fomenta toda exclusión. Nos ha rebajado al segundo país latinoamericano más desigual, según el coeficiente GINI del Banco Mundial. Le ganamos a Honduras, pero perdimos con México y Chile, incluso, con Ecuador y Bolivia. Peor aún, perdimos con Venezuela, nosotros que creíamos estar mejor que ellos. Eso nos pasa por confiar en los grandes medios de comunicación y los políticos de las elites económicas. No nos vamos para allá porque los de allá se vienen para acá. Fenómeno social que no nos impide ocultar nuestra devastadora realidad. Voracidad de izquierda o derecha, el mismo desastre político para la condición humana. “La Tierra tiene una piel y esa piel tiene enfermedades; una de ellas es la (voracidad) del hombre”, afirmaba Nietzsche.
Por la codicia, se devoran fauna y flora: visones cruelmente masacrados por la costosa vanidad que genera su piel, tiburones mutilados vivos para negociar sus aletas, sapos literalmente volteados vivos de adentro hacia afuera para cortar sus vísceras y venderlos como rarezas disecadas, alevinos exportados en lapiceros sin minas para comercializarlos donde son considerados símbolos de prosperidad, diminutas ranas venenosas empacadas en cajitas de rollos fotográficos donde sólo sobrevive una de diez. Crueldad de exportación, desenfreno voraz del capitalismo salvaje, maldad de ambiciosos. Razón tenía Schopenhauer cuando afirmaba: “El hombre ha hecho de la tierra un infierno para los animales”.
Por esa misma voracidad, muchas especies han desparecido. Se fue el Monje del Caribe, foca que habitaba todas las costas de este extenso mar, y el Zambullidor Cira, pato cundiboyacense visto por última vez en 1981. También se fue la gigante tortuga golfina. Se extinguieron ayer como se extingue hoy el cóndor que sólo sobrevive en el escudo nacional como símbolo real de un sistema depredador y poblado de víctimas. Esos desaparecidos fueron nuestros hermanos que se nos adelantaron en estas lentas y subrepticias eliminatorias.
Si el reloj apocalíptico sigue su curso, el origen del fin no se halla en la colisión de dos galaxias, ni en el cambio climático, ni en la invasión alienígena, ni en la inteligencia artificial, sino en la voracidad capitalista que es cruel y parece inapelable.
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