Benhur Sánchez Suárez
Se llamaba Muñeco. Es el primero que recuerdo. Está inmortalizado en una foto de nuestra primera comunión porque era la mascota de mi hermana Sonia.
El segundo se llamó Califa. Era el preferido de Serafín. En ese tiempo estaba fascinado por “Las mil y una noches” y de ahí sacó el nombre de nuestra mascota. Las beatas del pueblo decían que Serafín tenía pacto con el diablo porque cuando salía o entraba en la madrugada un perro negro lo seguía. El diablo era Califa, al que tanto amamos, pero tuvimos que abandonar cuando emigramos a Bogotá. Ya era demasiado viejo para que resistiera el éxodo de los Sánchez a la capital.
Nunca vi una mirada más triste y llena de reclamos que la suya cuando nos montamos en el taxi que nos llevaría a Bogotá y él se quedó sentado y expectante junto al portón de la que fuera nuestra casa paterna.
Ya en la capital Serafín consiguió otro gozque en el que reencarnó Califa. Califa Segundo tuvo la desafortunada alegría de atravesársele a Serafín y hacerlo rodar por las escaleras cuando salía del apartamento. Papá se partió la rodilla izquierda y ese fue el inicio de su decadencia física y espiritual.
Juré no volver a tener mascota. Pero Gonzalo, mi hijo mayor, recibió de regalo un labrador al que llamó Mateo y volvió el amor por los perros a florecer en mi corazón. Vivíamos en una casa en Cedritos, al norte de Bogotá, cuando el barrio era más potreros que edificios. A Mateo tuvimos que regalarlo a una familia amiga de Gonzalo que se lo llevó para una finca en Doima, Tolima. Mateo revivió la mirada de angustia al sentirse abandonado cuando nos tocó irnos a vivir a un apartamento en el Recreo de los Frailes y él se fue a vigilar y arrear vacas en el campo.
Volví a jurar no tener perros en mi casa. Pero apareció Dante y de nuevo volví a jugar como un niño hasta que el amor se volvió dolor cuando lo sacrificaron para que no sufriera más por los tumores que había generado con el tiempo.
Hoy, el más cercano es Antonio, que ladra en el primer piso del edificio donde vivo en Ibagué, y es el consentido de mi vecina Rosario. Lo saludo a diario, pero no lo miro a los ojos para no revivir mis antiguos dolores y abandonos.
Ellos han sido perros privilegiados.
Por eso cada vez que veo perros sin dueño ruego porque no los atropellen en la calle, no los pateen en las aceras, tampoco los maltrate la lluvia o el sol abrasador. Que no mueran de hambre o sed.
Son nuestros amigos. ¡No los maltraten, por favor!