Intentar cambiar la historia por medio de una sentencia, prevalido de su investidura judicial, más que arrogancia, implica la existencia de emociones ocultas, Álvaro Carrera Carrera Intentar cambiar la historia por medio de una sentencia, prevalido de su investidura judicial, más que arrogancia, implica la existencia de emociones ocultas, cercanas a la sicopatía, y la compulsión a argumentos inequitativos para validarlas. Por más brillante que alguien se observe a sí mismo, un hombre solo puede tener una vigencia menor a la de su misma generación; el resto, corre por cuenta de la manera como la sociedad lo quiera honrar. Francisco Franco dejó en paz y progreso innegables su pueblo, además de la disposición constitucional para el ejercicio de la democracia. La España anterior al “caudillo”, estaba capturada por la inseguridad y las convulsiones, fruto pasional de las facciones que la querían controlar. Juzgar lo anterior y los posibles crímenes, caducadas varias generaciones, es un fuero que pertenece a la historia misma, y para los creyentes, a Dios. Pinochet dejó una paz y prosperidad en Chile que, así muchos no lo acepten, envidiamos en Colombia y muchas partes del mundo; también abrió para las gentes del futuro, el camino de la libertad. Sus crímenes, que no incluyen a los de sus enemigos y denigrantes, también pertenecen al juicio de la historia o de Dios, según el caso. Así se trate de Baltasar Garzón, un hombre no puede tener los alcances para ajusticiar la historia misma, o lo permitido por la divinidad. Hay una materia social, una realidad colectiva, que es mucho más que los esquemas de febriles ideólogos o delirantes profetas. Por eso, la historia no se puede escribir en los fallos judiciales, menos con la tinta del odio. La historia, por sí, conlleva sus profundas razones morales. Puede tratarse de la paz, la mejor ética. La prescripción en lo jurídico es equivalente al perdón en lo moral. Hay momentos en los que el olvido es necesario para que el alma abandone el odio patológico, la guerra y la violencia, que se hacen profundos e interminables, como ocurrió en Colombia con los partidos tradicionales. Por otra parte, el prevaricato, presentar lo dulce por amargo y lo amargo por dulce (Isaías), fue un delito imposible por décadas en Colombia; se consideraba muy difícil que se configurara porque opera en la conciencia de los jueces, evasivo, escaso en rastros físicos; pero los frecuentes fallos favorables al narcotráfico, hizo necesario pensar en su posibilidad. En España, por querer filtrar la ley y los principios jurídicos, la justicia encontró el delito bíblico en la conciencia de Baltasar. Incurrió éste en la incoherencia, delatora del prevaricador, que en Colombia parece ser la regla y no la excepción.