Martha Cecilia Cedeño Pérez*
He escrito muchas veces sobre la violencia contra las mujeres. Y cada vez que lo hago no dejo de sentir un nudo en el estómago, una impotencia e indignación plenas que marcan cada una de mis palabras.
Para empezar, la violencia contra las mujeres constituye una flagrante violación de los derechos humanos y un grave problema de salud pública. Las Naciones Unidas la define como "todo acto de violencia de género que resulte, o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada”.
La violencia machista, como también se le denomina, se concreta en una diversidad de abusos que sufren las mujeres, las niñas y los niños. A partir de ahí se distinguen sus distintas formas: sexual, física, psicológica y económica. Las estadísticas al respecto reflejan una situación realmente preocupante. En efecto, pese a las medidas que algunos países han tomado para acabar con este flagelo, la realidad es bien distinta.
Como lo indican las Naciones Unidas, una de cada tres mujeres en el mundo sufre algún tipo de violencia; seis de cada 10 ha padecido violencia física o sexual alguna vez en su vida; 70 millones de niñas son obligadas a contraer matrimonio; 140 millones de niñas y mujeres sufren de la mutilación femenina y más de 600 mil mujeres y niñas son traficadas en las fronteras a través de todos los países del mundo.
Este panorama es más que desesperanzador: es atroz. La mitad de la población mundial es vulnerada flagrantemente sin que ocurra nada, sin que pase nada. Y si vamos a las estadísticas de nuestro país la realidad es aún más oscura. Según el diario El Tiempo, aquí existe un promedio diario de 245 mujeres que padecen algún tipo de violencia y cada seis horas una mujer es abusada por causa del conflicto armado, de hecho entre el 2001 y el 2009 más de 26.000 féminas quedaron embarazadas como resultado de una violación. Y casi 2 millones de mujeres fueron desplazadas muchas de ellas a causa del abuso sexual. El problema es mucho más agudo si se tiene en cuenta que la mayoría de las víctimas no denuncia este tipo de agresión, no rompe el silencio por el miedo, por ser personas vulnerables en los diversos sentidos de la palabra.
De todas estas violencias hay una que sin duda, es la más perversa: aquella que sucede en el interior de la casa, en la relación de pareja y que puede ir desde el abuso sexual hasta una agresión mayor: la muerte. Es en ese ámbito privado del hogar y la pareja en el que diariamente se cometen los abusos más infames. Pero también existe otra forma de violencia “sutil” y “menuda” -no por ello menos peligrosa- reflejada en lo que Luis Bonino denomina micromachismos, esos comportamientos invisibles de dominación que casi todos los varones realizan cotidianamente en el ámbito de la pareja. Son agresiones leves y latentes que no sólo vulneran el ser de las mujeres, sino que por ser prácticas soterradas, cumplen su objetivo en el momento en que las féminas las consideran “normales”.
Esos mecanismos coercitivos y encubiertos se ven reflejados en conductas masculinas como el control del dinero, la intimidación, la no participación en los oficios domésticos, el uso expansivo y abusivo del espacio físico y del tiempo para sí, apelación a la “superioridad” de la “lógica” varonil, toma o abandonos repentinos del mando de la situación, desautorización, paternalismo, hipercontrol, rechazo a la crítica y la negociación, etc.
En todos los casos de violencia, ya sea en el ámbito sociocomunitario o en el doméstico, esta se inserta dentro de una sociedad patriarcal en la que prevalecen relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres. El patriarcado se concibe como una estructura de relaciones sociales que se apoya en las diferencias físicas, de edad y de sexo y al mismo tiempo las dota de significado social, lo que quedan deificadas y producen subjetividades. Hablar de las distintas violencias que se ejercen contra la mujer implica volver la mirada a un conjunto de relaciones sociales signadas por profundas desigualdades en las que se reflejan posiciones de poder de los hombres con respecto a las mujeres. Y ello implica también considerar el círculo de la dependencia y por lo tanto de la indefensión de las mujeres a la hora de romper con la espiral de violencia que se ejerce contra ellas.
Y para lograr ese propósito no bastan las leyes; estas se deben acompañar de campañas educativas para concienciar y acabar con esos patrones culturales de dominación masculina, insertos profundamente en nuestra sociedad y que tanto daño han ocasionado –y ocasionan- a las mujeres. Y sobre todo, es necesario que las féminas rompan su silencio para empezar a socavar el muro de la impunidad. Hacer visibles todos los abusos en el marco del hogar, el conflicto, el trabajo, las relaciones de pareja, es un paso importante para erradicar el repugnante flagelo de la violencia machista.
Martha Cecilia Cedeño Pérez es historiadora y poeta.