Ya han pasado cinco días desde la conmemoración del día de la “independencia”. Y permítanme situar esta palabra en medio de comillas, ya que su significado cada vez pareciese estar sometido a repensase con mayor rigurosidad. Cada año es una excusa perfecta para fregarnos los sesos al respecto, pues quiérase o no, volveremos a hablar de independencia dentro de un año, antes no. Un día en el que los relatos y los episodios son re-leídos sin que ello signifique la necesidad de ser re-interpretados. Se nos aflora ese patriotismo retraído con banderas, camisas, etc. Un sobrio lapso de tiempo en el que hacemos memoria de lo que otros hicieron y que ahora gozamos. No obstante, es bien irónico afirmar que gozamos de una “independencia”. Me da la ligera sensación de que dicho concepto fue tomado por nuestros próceres de una forma que ahora, doscientos tres años después, no hemos logrado comprender, máxime cuando a la independencia la seguimos comprendiendo como ausencia de normas o leyes. Hay una clara distinción en las independencias tanto la del 20 de Julio en Santa Fe y la de Socorro, ésta última antecediendo a la primera. Mientras que la del Socorro, sucedida el 10 de Julio, manifestaban “respirar libertad”, pero seguían subordinados a la soberanía de Fernando VII, la de Santa fe, alegaba soberanía carente de dependencia, y si tal existiera, seria a la de sus propias decisiones. No obstante, surgió así otro problema: ¿centrar el poder o des-centralizarlo en las federaciones?
El objetivo logrado por los criollos no fue más que por una tramoya; un enredo hecho de forma tan ingeniosa y con tal disimulo, que la victimización de los americanos fue necesaria. “La Esparta de América”, como llamó José de Acevedo y Gómez en el acta de instalación de la Junta Suprema a Santa Fe, triunfó no por los legendarios trescientos soldados, ni por un “Xerxes” que venía a dominar. El triunfo se logró por la condición de “chivo expiatorio” en la que habían ubicado al tal Llorente y por la mimesis revolucionaria en la que los incitadores habían cobijado al pueblo. Fue por una ofensa la que germinaría la idea de nuestra libertad; fue un gesto violento la garantía de exterminar la violencia opresora de un diferente. Fue el golpe y el escarnio social al que fue expuesto el peninsular en cuestión la que sublevó el sentimiento popular y la que alimentó la esperanza de ser reconocidos como poseedores de derechos.
Haciendo un recorrido por los reportajes del momento trascritos en un frenético documento, caigo en razón de que la confianza del pueblo en este tipo de acontecimientos es total, cuando de manera directa, las actuaciones de quienes dicen representar cumplen su oficio público. Tras dos siglos de conmemoración, ¿qué enseñanza nos pude dejar un seceso como el del 20 de Julio? Nuestra independencia tramoyera nos ha depositado en un limbo existencial donde la criminalización de la protesta social legitima la represión del establecimiento. Como neivanos, somos hijos de la lucha comunera y de la crítica Gaitana. Pero parece que esto ha quedado condenado al olvido, restando no más que arar en el aire y edificar en el agua.