PALABRA DE VIDA
« Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. El respondió, cuando oren digan: Padre, santificado sea tu nombre… ». (Lucas 11, 1-13)
Cuando los hombres se preguntan por el origen de todo, por el absoluto, por la razón última de cuanto existe; los cristianos proclamamos al mundo entero como lo está haciendo en Brasil el Papa Francisco, que ese inmenso poder y esa inalcanzable sabiduría, es un Padre: un Padre en todo momento amoroso, dispuesto a comprender, a perdonar, a prestar su ayuda infalible en cada instante, aunque todos los padres de este mundo perdieran su sentido y sensibilidad paterna.
Es grande la insistencia de Jesús en recordar la divina paternidad que asiste al hombre. De continuo habla Jesús de “mi Padre”, de igual naturaleza y dignidad que Él; habla de nuestro Padre celestial. Habla de la filiación divina, somos hijos de Dios. Se manifiesta a cada uno de nosotros como el PADRE.
Cuando Jesús habla de un padre -se deduce claramente de los ejemplos bien expresivos que enumera a continuación del Padrenuestro- se refiere a quien, ante todo, procura lo bueno, lo mejor para su hijo; y Dios es un Padre ideal, acaba por concluir. Es un Padre, necesariamente favorecedor, que enriquece al hijo en toda necesidad: si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? Por una parte -asegura el Señor-, Dios es mejor que los hombres: si un padre de la tierra se cuida de su hijo, ¡qué no hará nuestro Padre Dios!; por otra, su bondad y generosidad no tienen medida y entrega el Espíritu Santo, que es Dios y nada hay mejor que Él, a quienes se lo piden. Así sucede también con los buenos padres de la tierra, que desean para sus hijos lo que está por encima de las ilusiones de estos, a veces pequeñas. Querrían hacer por ellos mucho más de lo que piden, entregarles mejores tesoros que los que tal vez reclaman con insistencia.
Pongamos nuestro corazón en Dios desinteresadamente, sin reclamar, casi de continuo, favores, soluciones a problemas: ¡Señor, esto, aquello, me preocupa con urgencia tal asunto…! Ya nos damos cuenta de que no debemos convertir a Dios en un establecimiento universal y gratuito de remedios. Sin embargo, somos niños, y no importa demasiado que actuemos con nuestro Dios de ese modo espontáneo e infantil.
Luego recapacitamos, reconociendo que es Él quién debe recibir todo de nosotros, mientras esperamos confiadamente su protección y su cariño. Le damos gracias porque nos ha constituido –por encima de los otros seres que contemplamos– en personas, a su imagen y semejanza, con un destino eterno en la intimidad de su Amor. Sentiremos, entonces, el deseo imperioso de corresponder a su Amor, de no defraudar el divino cariño que, como Buen Padre, depositó en nuestras personas.
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