La renuncia de Carlos Urrutia, embajador de Colombia en EE.UU. ha abierto el debate sobre varios asuntos: el de su responsabilidad por las gestiones de su firma de abogados en los negocios de tierras de varias empresas (más allá de la legalidad de los mismos); el de los costos de abandonar el sector privado para incursionar en el servicio público (así paga el diablo a quien bien le sirve); el de la “derrota” política y personal que su dimisión, catalizada por las invectivas del senador Robledo, representa para el presidente Juan Manuel Santos; el de la validez y significado de esa manida distinción que suelen hacer algunos colombianos entre ellos mismos -gente decente, gente de bien- y el resto de la humanidad; y por supuesto, por enésima vez, el de la carrera diplomática.
Durante los últimos años se han hecho importantes esfuerzos en la Cancillería y en la Academia Diplomática para fortalecer el servicio exterior colombiano. Si el país aspira a “pensar en grande” y “jugar un papel muy relevante en los nuevos espacios globales” -como señaló Santos en su discurso de posesión- requiere para ello “contingentes de diplomáticos que multipliquen la presencia de Colombia en los organismos multilaterales y profundicen las relaciones bilaterales”. Diplomáticos profesionales, claro está. No amigos, patrocinadores, financiadores, exfuncionarios en desgracia, delfines y cuotas de caciques y fantasmas políticos -y un largo etcétera-, por más que tengan encanto personal, estén bien casados y provengan de buena familia, según el perfil ideal del diplomático que en otra ocasión (la posesión de Andrés González como embajador ante la OEA) trazara el mismo Santos, a despecho de que nada de ello contribuya a construir “una política exterior moderna que mire hacia el futuro”.
Tal vez por eso, no obstante el denuedo de la Cancillería, las cuentas son aún muy tristes. De 52 embajadas que tiene Colombia en el mundo, sólo 5 (6 quizá, 7 a lo sumo) son ocupadas por funcionarios de carrera. Dado que su designación es competencia exclusiva del Presidente de la República, tan lamentable balance tiene un solo y único responsable.
De nada sirve ampliar y descentralizar el concurso de ingreso, aumentar cupos en el curso de formación, extender el número de elegibles e incrementar la exigencia en el proceso de ascenso, si el propio presidente Santos no toma de una vez por todas la decisión correcta. No estaría mal aprovechar la coyuntura, y empezar por Caracas y Washington: dos embajadas vitales para el país, que están ahora mismo vacantes.