Perdidos en uno de los bosques de Meremberg

Recorrido de algunos de los expedicionarios por las termales de San Juan, “las más cálidas del mundo”.
Una inédita odisea, algo más que un reality, vivió un grupo de huilenses atraídos por conocer la exuberancia del lugar, hoy atractivo turístico. Segunda parte.


Se aprecia con toda su imponencia la Cascada El Bedón, desde un mirador.

La visita al bosque
Al regresar a la Reserva, más o menos a las cuatro, Liberio Jiménez, coordinador del viaje a Meremberg, nos invita en asocio de Alex Velasco, en su condición de supuesto guía, a dar comienzo al recorrido por los bosques, con el atractivo nombre de ‘senderismo’. La visita, de acuerdo con el itinerario, debía ser entre las tres y las seis de la tarde. Terminado un pequeño descenso desde donde con la mirada acariciamos la exhuberancia del paisaje, disfrutando de un frío tolerante y delicioso, hallamos a la entrada de uno de éstos, muchos de sus arbustos con edad hasta de tres centurias y la variedad de sus especies, cuatro tumbas seguidas. La del Kald Koshisdorf, su esposa Elfryda Olftel, su hija Mechthild y su marido Gunther Bush, quien fue, como se anotó antes, el ex soldado, cuyos restos realmente fueron sepultados en Alemania.


Desde este mirador, en la profundidad del bosque, se observa la majestuosidad de la serranía de los Andes, como lo hacen estos visitantes.

Sendero equivocado
Alex encabezaba la entrada al bosque por un sendero, seguido por Héctor Álvarez y Mónica González. A los pocos metros hallamos dos lagos construidos por el ex militar para atraer aves migratorias. Proseguimos y yo me rezagué un poco por tomar fotos; atrás venía el resto: Jimeno Andrade, Ángela (Monina) Ramírez, Aristóbulo Álvarez, Yolanda Araujo, Luis Fernando Montaña, Mónica González, Edgar Garzón, conductor de la buseta, y por supuesto Liberio. Al llegar a una parte donde se abrió el camino, Héctor, que había tomado la delantera, cogió por el izquierdo, cuando ha debido ser por el sendero derecho, lugar donde era el destino por encontrase allí bosques de bromelias sanas y limpias. Fue en este sitio donde precisamente unos salvajes cazadores asesinaron a la señora Olftel, esposa de Koshisdorf, por defender a unos micos aulladores.

Al avanzar unos treinta metros nos detuvimos para esperar al grupo. Ahí se halla una inmensa piedra cubierta por raíces de un gigantesco caucho que toman la forma de una mano cogiéndola.


Por este sendero se llega a las Termales de San Juan en el Páramo del Puracé.

El único animal
Un poco compactados seguimos hasta ver un toro negro, que de pronto con su mirada observaba impotente la aventura que nos esperaba. Nuevamente toma la punta Álvarez, seguido de González. Al continuar disparando la cámara me volví a quedar unos cuantos metros. El guía resuelve regresar para acompañar a los que venían atrás. Entonces me uní a Héctor y Mónica. El sendero empezó a desdibujarse y en la medida en que avanzábamos por pura intuición, teníamos que agarrarnos de lo que fuera, pisar firme y con el mayor cuidado continuar. Mientras más andábamos, el “camino” se hacía más tortuoso. De pronto vi que González resbaló y cayó con las extremidades hacia arriba, semejando una hamaca. Prefirió regresar para unirse al resto. Álvarez y yo seguimos intentando adivinar la ruta. Mirábamos y seguíamos por donde nos insinuaba la naturaleza. Al fondo nos encontramos con un lago de aguas oscuras con plantas acuáticas y rodeadas de inmensos helechos. A escasos metros nos topamos con un mirador construido en madera. Los demás llegaron a los pocos minutos. Desde este imponente sitio cada quien hizo sus tomas fotográficas. Creo que ahí debió ser el final de esta osada incursión para devolvernos. Pero no fue así.

Odisea especie de reality
Es a partir de este lugar donde comienza lo indescriptible. Si se nos hubiera advertido, jamás, ninguno se hubiera metido en semejante odisea, comparada como más que un reality.

Una vez más Héctor Álvarez se va de puntero –el dice que en su vida ello ha sido una constante- y yo lo sigo hasta penetrar en lo nunca imaginado. Un bosque virgen, tupido, con colchones de hojas verdes y secas. El espeso monte se nos atravesó con toda clase de obstáculos: ascensos, descensos, inclinaciones peligrosísimas, árboles fuertes y débiles, bejucos y dianas como para una película de Tarzán; palos espinosos y lisos, tierra gredosa y fangosa, y piedras ariscas. Había que sacar fuerzas para sostenerse bien y no caer al barranco. Unas veces “andábamos” de medio lado, arrastrándonos, boca arriba, de barriga, mejor dicho ¡reptábamos! Por supuesto que el agite nos obligaba a parar, aprovechando la presencia de una pequeña cueva, que según dicen fue utilizada por “Tirofijo” para esconderse. De pronto, ante nuestra soledad decidimos llamarlos duro. No respondieron. Seguimos insistiendo, hasta que los escuchamos. Proseguimos y la situación se repitió varias veces.


Cementerio de la familia fundadora de la Reserva Meremberg. Se halla a la entrada de uno de los bosques.

El angustioso correr de las horas
Miro el reloj y le digo a Héctor, “son las cinco y media. Esto no me gusta. El tiempo se agota y nuestra ‘enemiga’ va a ser la noche”. “Esperémoslos aquí”, le manifesté. Volvimos a llamarlos a grito herido hasta con los sobrenombres y nada que contestaban. Al ratico nos respondió el guía. Nos alcanzó y traía a manera de bola los impermeables que en esa travesía servían pero de estorbo. Los arrojó cerca de nosotros, se devolvió y nos expresó, “sigan por ahí”. La esperanza de encontrar pronto la salida no duró mucho. Sin embargo no desfallecimos. Tomamos una pequeña cuesta y de pronto divisamos allá, abajo, a los amigos. Por supuesto que para que nos alcanzaran tenían que caminar mucho trecho. Nos hicimos señas y proseguimos. Fue la última vez que nos vimos. Vuelvo a mirar el reloj y marcaba las seis pasadas, que para estar en la espesa manigua la oscuridad nos sentenciaba que no había otra alternativa, el lecho para dormir lo teníamos a los pies. “Héctor, -recabé-, preparémonos para quedarnos”. Cogimos nuevamente hacia arriba agarrados hasta de de nuestras propias mechas y vi a escasos tres metros en la cima, la incipiente luz cuando cae la tarde, y los tallos enormes de algunos árboles. ¡Eureka! exclamé en señal de salida.

Intento fallido
Observamos la manera de subir para buscar la salida del bosque y vimos que era imposible. No había dianas, ni nada para poder escalar, sino vegetación entramada y rocas. Otra vez miré el reloj y eran las seis y 30. Como Álvarez estaba arriba, a solo unos metros, me sugirió que tomáramos otro “camino”; hacia abajo di la vuelta para continuar y veo como se resbala y se me viene encima. Como yo estaba atenazado a un pequeño árbol, puse el pie derecho sobre la parte alta y el otro hacia atrás y lo recibí acaballado sobre mi cintura. El negro abismo nos esperaba. Como pudo se reincorporó y salimos a un pequeño planito. Ya había oscurecido. Le pregunto si tiene una linterna y me dijo que una pequeña. Le sugerí que mientras yo llamaba a Alex a todo pulmón, el hiciera movimientos giratorios con la luz dirigida hacia donde veníamos. Por fin, escuchamos su voz. Llegó y tomó la delantera.


La belleza del paisaje de páramo.

Encuentro con el guía
Estaba agotado. Protestaba por haberse escogido esa hora para iniciar la caminata por ese bosque y de haber permitido la compañía de “esas señoras”, haciendo énfasis en que una tenía serios problemas en una rodilla, que prácticamente se las había echado al hombro y no sólo a ellas, sino a algunos señores. Se refería a Jimeno y a Hernán. ¡Anduvieron más de rastra que caminando!

De ahí en adelante, pese a que Alex se convirtió en nuestro “ángel de la guarda” la precaria luz de la linterna la utilizaba para abrirse paso. Nosotros andábamos sin saber qué estábamos pisando, hasta que por fin observamos cerca el techo de las casas de la Reserva. Llegamos exhaustos. Faltaban diez minutos para las siete de la noche. La pareja de esposos mayordomos no entendían la locura en que nos habíamos metido sobre todo cuando “Alex no conoce ese bosque”, dijeron al unísono. Rubén fue a rescatar a la demás gente con linternas y machetes en compañía de Velasco.

Héctor y yo nos dimos un ligero “baño de gatos”; nos cambiamos de ropa y zapatos. A las siete y treinta, cuando comentábamos la odisea con la mujer de Rubén, aparecieron todos. Antes de que nos sirvieran la comida, Héctor sacó de nuevo la guitarra para darnos a conocer un poema con fondo musical que hizo con motivo de la visita a la Reserva y que fuera leído por Andrade. A propósito, Jimeno relata que lo vivido por ellos fue en síntesis así:

“¡Y ahora por dónde carajos cogemos!”
“Las mujeres iban adelante, no por aquello de que las damas son primero, sino por razones prácticas y de seguridad, para ellas y todo el grupo. Con mucha sangre fría fuimos avanzando, sorteando las mismas peripecias y obstáculos de los dos punteros, y aunque la angustia era creciente, mantuvimos la calma, que en mi caso desapareció por completo cuando escuchamos al guía decir: ¡“Y ahora por dónde carajos cogemos”!

Qué miedo tan berraco
La tranquilidad volvió a fuerza de autocontrol mientras la luz fue desapareciendo paulatinamente y las sombras nos envolvían por completo. ¡Qué miedo tan berraco! Por fin con la reaparición de Alex y el mayordomo de la Reserva, terminamos el penoso ascenso hasta la casa donde Héctor y Piter habían llegado hacía cuarenta minutos. Con el alma vuelta al cuerpo comenzamos un período de relajamiento y con chistes, canciones y buen humor, el ambiente volvió a ser acogedor, como en un principio.

Lo que momentos antes nos llenó de temor y sentimientos negativos, pasó a ser motivo de regocijo y risa. “Luego de ser una aventura, hoy chévere, ahora todos nos sentimos felices de haberla vivido”, puntualiza Andrade Bahamón.

Lo que siguió
Después de la comida, cerca de las nueve escuchamos la conferencia ofrecida por Liberio Jiménez con apoyo de un video, sobre la historia de la Reserva, para después irnos a dormir con un frío que casi nos congela. El domingo, después del desayuno nos trasladamos a conocer las Termales de San Juan en el Páramo del Puracé, con su característico olor a azufre. De verdad una fascinante panorámica donde se llega por un prolongado y bien construido sendero con leyendas que orientan al turista. Hasta allá no fueron las damas por haber amanecido “mamadas” y el “General Machaco”, como se autodenominaba Hernán Velasco, al haberlo vencido la manigua. Se quedaron dentro del bus. Luego fuimos a ver la cascada El Bedón, a pocos kilómetros, para regresar por la vía Meremberg, almorzar en la población de Leticia y concluir el viaje comenzando la noche.

 

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