El 23 de agosto cumple 22 años desaparecido mi hermano José Lizardo Villarreal Cuéllar, cuando fue forzosamente obligado a abordar un vehículo en la carretera que de Pitalito conduce a Timaná. La búsqueda aún no culmina, y ni muerto descansaré de indagar sobre su paradero. Como él, son miles los colombianos que han sufrido desaparición forzada, considerada por el Derecho Internacional como crimen de lesa humanidad.
Dentro de la estrategia macabra, cruel, despiadada y sanguinaria, la desaparición forzada de personas es considerada como un crimen perfecto. Se implantó en el régimen Nazi de Alemania, pero también lo aplicó Stalin en sus famosas purgas contra los considerados traidores a la revolución. En América Latina se utilizó como estrategia de la llamada seguridad nacional, diseñada en las escuelas militares norteamericanas, siendo pionera la escuela de las américas de Panamá. Recordamos con horror las desapariciones en Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet; nos produce escalofrío las historias de más de 30 mil desaparecidos durante la dictadura militar argentina, cuya mayoría de víctimas fueron arrojadas vivas al mar, según declaraciones posteriores de sus propios verdugos; pero allí no terminó el horror: los hijos que nacían en cautiverio de muchas de esas desaparecidas, fueron también desaparecidos; se los repartieron entre oficiales y sub-oficiales del ejército y los han ido recuperando sus abuelas con muchas dificultades.
En Colombia se aplicó durante la llamada operación cóndor, diseñada por el Pentágono de Estados Unidos para luchar contra la guerrilla. Solo que las fuerzas armadas la han utilizado contra todo ser humano que necesitan callar sin dejar rastro. Lo paradójico es que se practica en una nación llamada democrática. Claro está que como lo afirma el filósofo argentino Enrique Dussel, nuestras democracias son simples fetiches. Pero en Colombia la desaparición forzada ha sido practicada por las fuerzas armadas, la guerrilla y los para-militares. Lo peor es que en muy pocos casos se han descubierto los culpables, y en los cometidos por el para-militarismo, algunos de sus secuaces aceptaron el delito. Sus confesiones son macabras: algunas víctimas fueron devoradas por cocodrilos y otras enterradas en fosas cavadas con retro-excavadoras. Todavía continúa la penosa entrega de restos de algunas desafortunadas victimas a sus adoloridos familiares. En los casos de las fuerzas armadas, solo unos casos han sido judicializados, como los del palacio de justicia, pero ha sido toda una lucha para que los responsables estén encarcelados. Los amigos del horror piden amnistía para estos criminales. Y las cometidas por la guerrilla son aún más desesperanzadoras, pues hasta ahora no aceptan haber cometido crímenes de lesa humanidad.