Orden público
Con la muerte de Megateo y Pijarvey, se acaban los dos principales imperios de bandas criminales en el norte y oriente del país.
Martín Farfán y Víctor Navarro tuvieron vidas paralelas y muertes paralelas. Los dos apenas superaban los 35 años de edad y ambos perecieron la semana pasada con escasos cinco días de diferencia. El primero el domingo y el otro el viernes. Por sus nombres la mayoría de los colombianos difícilmente los identifica. Sin embargo, sus alias, Pijarvey y Megateo, eran un símbolo del terror en dos amplias zonas del territorio nacional: los Llanos Orientales y el Catatumbo.
Aunque estaban a cientos de kilómetros de distancia, Pijarvey y Megateo eran siniestramente parecidos. Los dos estaban dedicados de lleno al negocio del narcotráfico desde hace años. Tenían ejércitos de sicarios conformados por cerca de 100 hombres a su servicio. Ambos vivían obsesionados por las joyas, los carros y relojes lujosos.
También los unía la macabra aberración de buscar niñas vírgenes, entre los 12 y 16 años de edad, de quienes abusaban sexualmente apoyados en el poder del dinero y las armas. Por los dos las autoridades ofrecían millonarias recompensas que superaban 2.000 millones de pesos y estaban solicitados en extradición por el gobierno de Estados Unidos. Y solo en los últimos tres años cada uno había logrado escapar a más de diez operaciones de la fuerza pública.
Lo único que los diferenciaba era la fachada con la que se presentaban. Pijarvey dirigía el autodenominado bloque Libertador del Vichada, un supuesto grupo paramilitar que actuaba en gran parte del oriente del país. Megateo, por su parte, comandaba el frente Libardo Mora, una disidencia de la guerrilla del EPL que surgió a comienzos de los años noventa cuando ese grupo subversivo se desmovilizó. Pero la realidad es que ni Pijarvey era ‘para’ ni Megateo guerrillero. Simplemente estaban al frente de dos de las que hoy se conocen como bandas criminales –bacrim–.
Tanto Pijarvey como Megateo controlaban zonas, como Vichada y Catatumbo, claves para producir, procesar y movilizar cocaína. Hasta esos lugares llegaban narcos colombianos y extranjeros a negociar con ellos cargamentos de droga. En las regiones bajo su dominio los dos capos forjaron alianzas para traficar y distribuirse las ganancias del negocio del narcotráfico con otros grupos como Farc, ELN y otras bacrim.
Por años, Pijarvey y Megateo acudieron a pitonisas, brujas y rezanderos que, por medio de ritos y menjurjes, les aseguraban que las balas no les podían hacer daño y, adicionalmente, les garantizaban protección para no caer jamás en manos de la ley.
Esos mitos, sumados a que los dos capos acostumbraban a posar como Robin Hood y regalaban dinero, mercados o electrodomésticos a las comunidades por donde se movilizaban, les consiguieron la lealtad de buena parte de la población, que los mantenía informados de movimiento de extraños o de la presencia de fuerza pública en sus zonas. Sin embargo, ni esto, ni los millones de dólares del narcotráfico fueron suficientes para evitar que su largo recorrido criminal llegara a su final.
El comienzo del fin
Poco después de las diez de la mañana del domingo 27 de septiembre, Pijarvey llegó a una finca aislada, ubicada cerca de la vereda Asocortomo, en jurisdicción de Cumaribo, Vichada. Iba con cinco de sus escoltas armados hasta los dientes. Frecuentaba el lugar con alguna frecuencia y allá se sentía seguro. Pocos minutos después sintió el ruido de unos helicópteros a la distancia.
Sabía que podía ser la fuerza pública pero pensó que tenía tiempo suficiente para escapar por la llanura como ya lo había hecho otras veces. Sin embargo, sus cálculos fallaron. No contaba con que en las afueras de la vivienda había un grupo de hombres del Gaula elite que se había acercado al sitio desde la noche anterior gracias a una precisa información de inteligencia de la Policía (Dipol).
Al salir de la casa el capo alcanzó a ver a los uniformados y comenzó a disparar con sus escoltas. Pero muy pronto un francotirador certero acabó con la vida del hombre que distribuía cerca del 30 por ciento de la droga en el oriente del país, aproximadamente 120 toneladas de coca anuales. Así terminaron 20 años de vida criminal de un individuo que militó prácticamente en todos los grupos paramilitares que actuaron en los llanos, el mismo que a sangre y fuego se convirtió en capo de su propio grupo.
Pero si bien la operación contra Pijarvey representaba un gran logro para las autoridades, estas no bajaron la guardia: lograron un hecho igual o incluso de mayor relevancia unos días más tarde.
Al caer la noche del 1 de octubre, un grupo especial de la Dijín acompañado de fuerzas del Ejército llegó hasta una casa en el corregimiento de San José del Tarra, cerca al municipio de Hacarí, Norte de Santander. Gracias a que la dirección de inteligencia de la Policía había recogido datos clave, sabían con certeza que Megateo estaba en ese lugar.
El 23 de agosto el capo había logrado escapar de otra operación en la que uno de sus escoltas murió y él resultó herido en un brazo. Desde ese entonces, la Policía y las Fuerzas Militares empezaron a barrer palmo a palmo las escarpadas montañas del Catatumbo en donde siempre había permanecido Megateo desde que ingresó a los 15 años a la guerrilla del EPL.
La inteligencia era precisa. El Ejército tenía un anillo de seguridad en la periferia y el asalto estaba en manos de un grupo especial de Policía.
El narco y sus lugartenientes estaban ensamblando en el sitio explosivos artesanales para crear una especie de lanzacohetes, con el que pretendían defenderse y atacar los helicópteros de la fuerza pública. Y en el momento de la ofensiva uno de los escoltas de Megateo se percató de los movimientos.
Sin pensarlo dos veces, el capo tomó uno de esos dispositivos hechizos e intentó accionarlo contra los policías que estaban prácticamente encima. El artefacto le estalló en las manos y mientras el cuerpo destrozado de Megateo quedó en el sitio, comenzó un intercambio de disparos con sus lugartenientes, cinco de laos cuales murieron y uno fue capturado.
Aunque llevaba cerca de dos décadas de delinquir en esa región del país, Megateo salió a la luz pública en 2006 cuando hizo estallar una carga explosiva que mató a diez detectives del DAS y seis militares que iban tras él. Posteriormente asesinó a más de una docena de uniformados que participaron en intentos frustrados por arrestarlo. Su poder para corromper a las autoridades locales, sumado a una amplia chequera de dinero del narcotráfico, lo transformaron en un ser casi intocable. Los frentes de las Farc, el ELN y las bandas criminales de la zona terminaron unidas y doblegadas ante su poder.
Megateo se transformó en el dolor de cabeza de los últimos cuatro ministros de Defensa. Pero el mito del capo inmortal terminó el jueves de la semana pasada. Su muerte, así como la de Pijarvey, deja sin cabeza ni heredero a dos de los grupos criminales más importantes del país.