Antonio Roveda, rector de la Universidad Fet, analiza el escenario educativo que nos presenta el siglo XXI. Explica que el conocimiento científico se convierte en el indicador de progreso de un país.
Antonio Roveda H.
Rector
La segunda década del siglo XXI se nos presenta como el escenario ideal para asumir los grandes retos que implican construir un mundo mejor: más seguro, democrático, basado en principios de equidad, justicia social y en donde los conocimientos científicos y técnicos sean el verdadero soporte para el desarrollo regional. Entramos todos en la era del “capitalismo digital” y de las “economías del conocimiento” que imponen, sin duda, desafíos dominantes a la sociedad y, en especial, a los gobiernos, instituciones y ciudadanos del planeta.
Hoy, más que nunca, el mundo se mueve bajo dos lógicas y dinámicas que se complementan mutuamente: por un lado, se encuentra el imperio del conocimiento, producto de la innovación y, por otro, la necesidad de contar siempre con complejos sistemas de gestión de la información al servicio de la producción, el consumo, la comercialización, la investigación y, por supuesto, la educación. Estamos frente a un mileno en donde los conocimientos, producto del desarrollo y la innovación, se convierten en los ejes estratégicos de las sociedades que avanzan, que se consolidan y perduran. Y, obviamente, esas sociedades desarrolladas son aquellas que han soportado su crecimiento en la formación científica y tecnológica por ciclos propedéuticos (técnicos, tecnólogos y universitarios). No olvidemos, que los “perdedores” de la segunda guerra mundial levantaron sus economías desde la formación técnica y tecnológica y a partir de los desarrollos en investigación aplicada. En otras palabras, el Renacimiento se hizo con las manos…
Ahora bien, estas nuevas tendencias mundiales, centradas en el conocimiento científico y su aplicación, se convierten hoy en indicadores decisivos del progreso de un país; y, es por ello, que la FET, como institución de educación superior, es plenamente consciente de la importancia de ofrecer una educación de calidad, con pertinencia, sostenible, al servicio de todos, buscando que el conocimiento científico-tecnológico genere un aporte real al desarrollo del departamento y al bienestar para sus empresas y ciudadanos.
Pensar hoy la “innovación, el emprendimiento y la calidad” se constituye en uno de los principios fundamentales para cualquier organización. Razón por la cual, las instituciones de educación superior deben asumir “la innovación” como una guía fundamental que orienta la formación y que entrega resultados con impacto y utilidad al territorio. No es posible entonces pensar una sociedad sin educación y, menos aún, sin innovación en sus procesos de formación, investigación y extensión. Educar supone innovar e innovar implica transformar para mejorar, para avanzar.
La innovación entonces nos permite organizar nuestro pensamiento e ideas; nos facilita los procesos de planeación y, además, en sí misma genera un ambiente de libertad y de creatividad durante el proceso de aprendizaje. La innovación no debería ser una asignatura aislada o la responsabilidad de una sola dependencia. La innovación debería formar parte de la cultura institucional: la ser y de proceder de un país. Cambiar debe ser entonces una condición inherente a la educación, a los docentes y las instituciones.
Formar en innovación supone delimitar una ruta clara, que permita cambiar, desde las estructuras mentales de las personas hasta las formas como pensamos, nos preguntamos y buscamos soluciones. El reto es formar estudiantes que, además de ser altamente competitivos, técnicamente hábiles y éticamente orientados, estén en la capacidad de pensar “por fuera de la caja”, es decir, que puedan plantearse nuevas preguntas para construir nuevas soluciones y paradigmas.
La formación en innovación nos puede asegurar profesionales más conscientes de sus responsabilidades sociales, políticas e históricas. Por lo tanto, es el momento de diseñar estructuras académicas abiertas, flexibles, que hagan de las universidades, las empresas y la sociedad verdaderos laboratorios integrales e ideales para el desarrollo del conocimiento y el aprendizaje. Necesitamos de una educación para la innovación y una innovación educativa que nos pueda asegurar la transformación del país.
La innovación y el emprendimiento, como principios inspiradores de la educación superior, nos ayudarán a construir más desarrollo, a atacar las altas tasas de desempleo; a reconstruir el país, a ser protagonistas de nuestra propia historia y a participar e incidir de manera más directa en la construcción de políticas públicas más coherentes con las verdaderas necesidades del territorio y de su gente. La innovación es quizá el mejor camino y la mejor estrategia para cambiar el planeta y las personas. Innovar o morir.