La cacusa

Por: Fuad Gonzalo Chacón

Con la férrea disciplina de un peregrino, y dos veces al día durante más de 30 años, la Cacusa recorrió las empinadas laderas de la Carrera Novena que separaban su casona del parque La Libertad de San Gil para cumplirle la cita diaria a los clientes de “María José”, su local de vestidos de baño y ropa interior. Una pieza esencial de mis recuerdos de infancia siempre será la instantánea de su rostro tras el mostrador en aquel rincón del Edificio Prada Rueda. Flanqueada por los maniquíes que madrugaba a vestir con las últimas tendencias del verano que atravesaban el cañón desde Bucaramanga, la Cacusa era la regenta suprema de ese universo suyo de tela impermeable y encajes de colores.

No tengo muy claro de dónde salió lo de “Cacusa”, pues desde que tengo memoria la llamábamos así. Ese era uno de los muchos nombres que tuvo a lo largo de su vida, 70 años que le dieron tiempo suficiente para ser muchas mujeres diferentes en un mismo cuerpo. Fue Beatriz, la hilandera de Oiba que cosía costales para las cosechas tabacaleras de la Phillip Morris; fue Doña Betty, la atleta que a las cuatro de la mañana trotaba por las calles del pueblo (hasta el día en que llegó pálida porque había visto al diablo descansando en lo alto de una roca); y fue María José, la especialista en descuajes que curaba milagrosamente a sus nietos sobándoles la tripa y sacudiéndolos bocabajo.

Desde siempre, su hogar en la Calle 18 fue un portal hacia el mundo místico de las abuelas, aquella dimensión paralela en la que se movía con cómoda naturalidad. Bien fuera por el ritual del huevo que religiosamente practicaba cada primero de enero intentando vaticinar la suerte del año que empezaba, las purgas chinas importadas que experimentaba bajo la promesa de que limpiaban hasta la conciencia, la fórmula secreta del vino de naranja que descubrió por accidente o las narraciones noctámbulas sobre el “silbador” del Parque Gallineral que nos contaba a los mellizos para que nos durmiéramos temprano, la cotidianidad de la Cacusa era un constante bamboleo entre la alquimia y el realismo mágico.

Lo que muchos no saben es que, bajo esa elegancia republicana de las señoras del Gran Santander de antaño, se escondía una feroz contendora jugando a las cartas. Poseedora de una suerte a prueba de males de ojo, la Cacusa hacía acopio de monedas, frijoles, lentejas y cuanta unidad monetaria asimilable apostáramos al tute, el toruro o el emplumado. “Y ahora, se me entregan todos” solía exclamar con orgullo cuando con sota, caballo, rey, tres y as de copas en la mano nos forzaba a rendirnos pidiendo clemencia.

De nada valió el confinamiento monacal que se autoimpuso, ni las tardes que pasó frente al televisor siguiendo el desarrollo de las vacunas hasta la mañana feliz en que se la inyectaron. La providencia quiso que el virus nos la arrebatara. Con su partida desaparece la última matriarca del clan Chacón Tapias, pero su leyenda perdurará en los relatos de su estirpe.

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