«En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: – «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y esto les resultaba escandaloso. Jesús les decía: – «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa». No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor enseñando» (Marcos 6,1-6).
Padre Elcías Trujillo Núñez
En el evangelio de este domingo se plantea la identidad de Jesús, como Mesías, como mensajero del reino de Dios, que, a partir de sus obras prodigiosas, y con la autoridad y credibilidad de su palabra culminará con la proclamación mesiánica por parte de Pedro en Cesarea de Filipo. En el bautismo de Jesús, cuando él sale del agua y se desgarran los cielos, se escucha una voz celeste: “tú eres mi Hijo, en ti me complazco”. Es la voz de Dios, que lo acredita como hijo. Sin embargo, al empezar su actividad se cuestiona la identidad de Jesús, primero, por parte de los escribas y, después, por parte de sus propios familiares que lo tachan de loco. Más adelante son los vecinos de su tierra quienes se plantean su identidad: “¿De dónde le viene esto, y qué sabiduría es la que se le ha dado, y qué prodigios se realizan con sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y de Jose y de Judas y de Simón? Y ¿no están sus hermanas aquí entre nosotros?” (Marcos 6,2-3).
En la cultura mediterránea, y particularmente en aquella sociedad del siglo I, se comprendía la identidad personal a partir del origen del individuo. La familia, el pueblo y la fama son las señas de identidad del individuo, las cuales otorgan a la persona una gran seguridad desde una perspectiva social. Aquí es significativo que a Jesús se le llame “el hijo de María”. No era nada normal llamar a uno por el nombre de la madre, ni siquiera, aunque hubiera muerto el padre. A partir de esta denominación se puede deducir, por tanto, que Jesús no tenía padre conocido o reconocido, lo cual era algo humillante.
No hay que olvidar que en Israel sólo el padre transmite el apellido, la herencia cultural y religiosa, el patrimonio de los antepasados. Ni tampoco hay que olvidar que la condición humana era atribuida a la madre. Así, el título cristológico “Hijo de Hombre”, equivalente a decir Hijo de Humano.
En Marcos también se pone de manifiesto que Jesús es el profeta despreciado por su gente y por su pueblo. Ni la sabiduría reconocida en la enseñanza de Jesús, ni los milagros realizados hasta ahora han sido suficientes a los vecinos y parientes de Jesús para entender, ni siquiera vislumbrar mínimamente, quién es él. Después de esto Jesús constata su incredulidad. La incredulidad consiste en estar cerrados a la manifestación sorprendente de Dios en la humanidad de Jesús, mientras que la fe auténtica consiste en estar dispuestos a reconocer que Jesús es verdaderamente Hombre e Hijo de Dios, tal como se revela al pie de la cruz por parte del centurión pagano. Acoger esta revelación con todas las consecuencias es convertirse en seguidor y discípulo de Jesús. Acoger la humanidad de Jesús, comprender el misterio de su persona en la sencillez de su actuar, percibir su autoridad y fuerza en la confrontación con todo mal de este mundo, y quedar atrapados por la solidaridad extrema con la que Jesús se hace presente en todos los que sufren en esta tierra, en todos los crucificados del mundo, es creer en Él y creer, como el centurión, que este Hombre, el Hijo de María, es el Hijo de Dios”.