«En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: maestro bueno, ¿Qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie Bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre. El replicó: Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño. Jesús se le quedo mirando con cariño y le dijo: Una cosa te falta: andas, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceo y se marchó pesaroso, porque era muy rico…» (Marcos 10,17-30).
Cada día constatamos que somos como turistas acumulando cosas sin que ellas nos enriquezcan interiormente. Y esta tendencia se intensifica todavía más por nuestra sociedad de consumo. Preguntémonos ¿Cómo debe ser, entonces, un apego sano en las cosas materiales? En primer lugar, hemos de entender que las cosas no sólo tienen un valor propio, sino además un significado simbólico. Son como pequeños profetas de Dios.
Nos traen la buena Nueva de Dios, de sus atributos y de sus propósitos. Por medio de ellas, Dios nos muestra sus deseos, su presencia y nos introduce en su corazón de Padre. Veamos algunos ejemplos: “pasar junto a un jardín de rosas. Este rosal ha recibido de Dios el encargo de hablarme de su amor y de su hermosura. O veo agua cristalina: ¿por qué no me ha de recordar, con voz profética, el bautismo y la purificación del alma? El pajarito que canta en la mañana, ¿no nos saluda de parte del Padre celestial, que con tanta providencia le viste y alimenta?”.
Nuestra tarea consiste, por eso, en interpretar esta voz profética de las cosas; en saber escuchar y entender lo que nos hablan de su creador. Eso nos permite tener un apego profundo en las cosas que nos rodean. Hemos de caminar con ojos abiertos, prestar oídos a las invitaciones de la creación: los espectáculos de la naturaleza, por ejemplo, la inmensidad misteriosa del mar, la grandeza de las cordilleras, la agitación de la tormenta, el silencio de los bosques, pero también las maravillas de la cultura, el arte y la técnica – todo ello nos impulsa a reconocer la omnipotencia, la sabiduría y la bondad de Dios.
Todo ello es como un cántico de alabanza y de gratitud al Creador. Y nos invita a nosotros, a ofrecer esta alabanza a Dios, en nombre de toda la creación. Nos invita a prestar nuestras voces de alabanza a toda la creación inanimada. Solo así las cosas nos arraigan en Dios, serán puente de unión a Él y cumplirán en nosotros su verdadera misión.
Pero nos falta todavía un elemento esencial para tener un arraigo sano y equilibrado en las cosas y bienes de este mundo. Sabemos que existe el peligro de que nos arraiguemos demasiado en las cosas, de que nos hagamos esclavos de las cosas. Creo que a todos nos pasa que no nos sentimos plenamente libres frente a algunas cosas; por ejemplo: el cigarrillo, el celular que anhelamos, nuestros bienes materiales. Una vinculación sana a las cosas significa, por eso, también saber despojarse, saber renunciar a ellas. Debemos preservarnos del excesivo aprecio a las cosas terrenas, no somos propietarios absolutos, sino sólo administradores de los bienes que Dios nos ha dado.
Nos sirven como medios útiles para desempeñar nuestra misión de vida. Hemos de tener la fuerza y la libertad interiores de saber renunciar a los bienes superfluos de este mundo por amor a Dios y a los hermanos. Sólo así podremos entregarnos a los verdaderos valores e ideales de nuestra vida de cristianos. Nota: el próximo jueves 14 de Octubre celebramos la Fiesta de San Calixto, patrono de Timaná.