«Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino» (Mateo 2,1-12).
La casa de Jesús y María carecía de puertas. Dios nació en una casa sin puertas. Por eso cuando llegaron los magos no necesitaron tocar el timbre ni esperar la pregunta del citófono: ¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Qué buscan? Sencillamente llegaron y entraron porque todo estaba abierto. Es impresionante la descripción que hace Edith Stein cuando un día, aún antes de convertirse, entró en la catedral de Fráncfort:. “Entramos unos minutos a la catedral y, mientras permanecíamos dentro en un silencio respetuoso, entró una mujer con un canasto. Se arrodilló en una de las bancas. Permaneció en esa postura el tiempo suficiente para orar. Aquello era algo completamente nuevo para mí. En las sinagogas y en las iglesias protestantes que yo había visitado se entra sólo para los actos litúrgicos de la comunidad. Pero aquí alguien puede entrar en una Iglesia vacía, durante las horas laborables de un día cualquiera de la semana para mantener una conversación familiar. Jamás he podido olvidar esto”.
La presencia de los Magos en Belén fue un poco la visita de Edith Stein a la Catedral Fráncfort. Es que lo más maravilloso de Dios es que le repugnan las puertas. Las quiere siempre abiertas para que todo el que quiera verlo, hablarle y adorarle no necesite ni llamar, ni tocar el timbre, ni pedir visita previa con hora fija. Dios está abierto siempre y a todos. No hace distinciones. El Niño no se fijó si el uno era negro y el otro blanco y el otro amarillo. Ni se asustó viendo lo grandes que era los camellos. Sencillamente les recibió con una sonrisa.
Por algo le llamamos la fiesta de la Epifanía, de la manifestación, de la revelación de Dios al mundo gentil y pagano. Se reveló como el Dios de todos y para todos. La mujer que entró a la Catedral de Fráncfort, de seguro que venía o iba a la compra, porque entró con su canasto. No la dejó por respeto en la puerta. También con el canasto se puede entrar a hablar con Dios. No sabemos de qué hablaron ella y Dios. Posiblemente de lo costosas que estaban las cosas, y que de seguro no le alcanzaría el dinero para llenar su canasto, también le hablaría de las promesas falsas de los politiqueros de turno. Y Dios se sintió complacido de aquella visita.
Posiblemente los dos se cruzaron una sonrisa sin decirse nada. Los otros habían entrado por simple curiosidad turística. Y aún ellos salieron distintos. Porque Edith salió impresionada y tocada en su alma de esta disponibilidad de Dios. El Dios de la Epifanía no es el Dios de las puertas cerradas. Tampoco el Dios a quien hay que pedir cita previa. Es el Dios de las puertas abiertas a todos. Es el Dios que siempre está disponible a recibirnos. Es el Dios que nunca está ocupado para atendernos. Es el Dios siempre disponible para todos nosotros, llevemos oro, incienso y mirra, o simplemente llevemos el canasto de la compra. Todos los días deben ser Epifanía, la manifestación de Dios con las puertas abiertas dispuesto a recibirnos a todos y a aceptarnos y charlar con todos. Dios hoy nos dice: “Pasen, la puerta está siempre abierta”.