¡Atención, es la voz de Dios!

«Y añadió: «Os aseguro ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel habla muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses, y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos habla en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba» (Lucas 4, 21-30).

Jesús, al comenzar su vida pública, presenta en la sinagoga de Nazaret, su programa, su mensaje, su Evangelio. ¿Cómo reacciona la gente de Nazaret, sus paisanos al escucharle? Al inicio reaccionan bien; aprueban lo que dice y le admiran. Después se ponen furiosos y reacciona tan mal que lo empujan fuera e incluso quieren despeñarlo. ¿Cómo reaccionamos con Jesús, cuando oímos su Palabra? Cuando escuchamos la Palabra de Jesús es fácil que aprobemos su Mensaje y admiremos lo que nos dice, porque nos convence, nos parece un auténtico programa de vida. El evangelista nos ha dicho que la gente que escuchaba a Jesús, sus paisanos, empujaron a Jesús fuera del pueblo.

Nosotros, quizás sin pensarlo, sin darnos demasiada cuenta, empujamos a Jesús y a su Evangelio fuera de nuestras vidas, fuera de nuestra casa, de nuestro trabajo, de nuestra convivencia social, fuera de nuestras obras. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué reaccionamos así? Porque: – Aceptar, admitir lo que Jesús nos dice es fácil. Admirar lo que Jesús hizo es fácil. – Lo difícil es aplicar a nuestra vida lo que Jesús nos dice. Lo difícil es vivir su Evangelio. Lo difícil y problemático es vivir lo que Él vivió. Jesús cada vez que habla, nos llama a la conversión, por eso nos revuelve interiormente, pero nosotros con facilidad lo olvidamos y le empujamos, educadamente fuera de nuestra vida. Pero, Jesús, nos ama tanto que no quiere que le echemos de nuestra vida y quizá se conforme con que le escuchemos y renovemos el intento de volverlo a escuchar. Celebrar la Eucaristía es estar en comunión con él, es decir: unidos a Jesús.

Esforcémonos, no solamente por escuchar su palabra los domingos, sino, sobre todo, esforcémonos en lo que nos cuesta: que su Palabra esté presente en nuestra vida. El Señor nos llama a todos a realizar alguna tarea de servicio en nuestras comunidades. Tendremos que repetirnos a nosotros mismos estas cosas para convencernos definitivamente. Seguro que hay personas a las que les parece que eso de la vocación o la llamada de Dios es sólo cosa de sacerdotes o religiosos. Eso no es verdad. A todos nos llama el Señor. Qué bueno pasar por la vida, siguiendo la dirección del Señor, para lograr la transformación del mundo. La escucha de la Palabra de Dios, aceptada como programa especial en nuestra existencia, produce cambios en la sociedad.

Varios ejemplos los encontramos en hombres y mujeres que ha decidido escuchar y seguir la Palabra del Señor. La santa del siglo XX, la Madre Teresa de Calcuta, siempre invitaba a escuchar la Palabra del Señor, concluyendo que la santidad no es algo extraordinario, privilegio de unos pocos, sino la obligación de todo cristiano, quien después de escuchar a Palabra del Señor, todo lo hace con mucho amor. Hoy estamos llamados a escuchar al Señor y desde allí dar testimonio de las obras de cada día.

Decidamos a escuchar con fe la Palabra de Dios, este es el verdadero programa que nos cambia la vida y nos da felicidad. Frente a las promesas falsas que escuchamos estos días, la Palabra del Señor es la única que da seguridad al hombre. Hagamos presente a Cristo en nuestra vida diaria, desterrando los programas falsos, las promesas sin sentido que escuchamos estos días. Que nuestros oídos estén atentos a la voz del Señor.

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