«Pero mirad: la mano del que me entrega está con la mía en la mesa. Porque el Hijo del hombre se va, según lo establecido; pero, iAy de ése que lo entrega! Ellos empezaron a preguntarse unos a otros quién de ellos podía ser el que iba a hacer eso. Los discípulos se pusieron a disputar sobre quién de ellos debía ser tenido como el primero. Jesús les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no hagáis así, sino que el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve.» (Lucas 22, 14-23,56)
El Evangelio de hoy destaca la bondad de Jesús hasta el final, su cercanía a los que sufren y su capacidad de perdonar. Sin duda podemos afirmar que Jesús murió amando. Así va Jesús hacia la cruz: pensando más en aquellos que sufren que en su propio sufrimiento. Faltan pocas horas para el final. Desde la cruz sólo se escuchan los insultos de algunos y los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí». Su respuesta es inmediata: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Siempre ha hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue haciendo hasta el final. El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando al madero, Jesús decía: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Así es Jesús, así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan. Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos los hombres, incluso a los que lo rechazan. Así está Dios en la cruz: no acusando al mundo de sus pecados, sino ofreciendo su perdón.
Esto es lo que celebramos esta semana, celebramos el amor de Dios. Estos días, no solo miremos al Cristo crucificado, miremos esos otros Cristos de carne y hueso, personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias y el olvido, enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles ni futuro, hombres y mujeres crucificados en la cruz del hambre y del dolor. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria. Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo. Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños, sufre con los asesinados y torturados de Ucrania, llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicarnos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros y esto lo cambia todo.
Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen de Jesús Crucificado, tan presente entre nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios? ¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Jesús Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados? Jesús Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías.
Desde el silencio de la cruz, él es el juez más firme y manso del aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra acomodación al bienestar y nuestra indiferencia ante los crucificados. Para adorar el misterio de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercarnos un poco más a los crucificados, semana tras semana.