«En aquel tiempo dijo Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Hijo único de Dios».». (Juan 3,16-18).
Padre Elcías Trujillo Núñez
El cristianismo está lleno de misterios. Pero el misterio central y a la vez más profundo, que anuncia el cristianismo, es el misterio que celebramos hoy: la Santísima Trinidad. Todos los demás misterios nacen de éste, y todos, sin excepción, desembocan en él. Y este misterio fundamental vive en el cristianismo, desde la época de los apóstoles hasta hoy. También cada uno de nosotros conoce esta verdad de un solo Dios, en tres personas. Hablar de la Santísima Trinidad, es hablar del misterio de un único Dios en tres personas. Se trata de un misterio lleno de vida y estas personas nos comunican esta vida que emana de ellas mismas, por la unidad perfecta en que habitan, porque en su accionar son las tres que actúan. Este Misterio no ha estado lejano de nosotros, porque se nos ha comenzado a comunicar a través del antiguo Testamento. De manera singular, con la encarnación del verbo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, se ha revelado en este Misterio. Por consiguiente, no podemos desvincular la revelación del misterio de los datos que nos proporcionan, de manera especial, los libros del Nuevo Testamento.
La vida de Cristo, su pasión y muerte en la Cruz, el Misterio Pascual del Emmanuel, nos dan a conocer al Dios: Creador – Redentor – Consolador; porque en el quehacer cotidiano de nuestra vida experimentamos al Dios que se nos manifiesta como nuestra esperanza y, en quien estamos llamados a poner nuestra confianza, nuestra Fe.
Los hechos milagrosos que narran los evangelios testifican la fidelidad de Dios para con nosotros, y por lo tanto, no solo deberíamos llamar milagros a hechos extraordinarios. En cierto grado, es ya un milagro vivir como Cristo nos ha mandado: “… amaos como yo os he amado…”; milagro que es el accionar de la vida divina en nosotros, por el don del Espíritu Santo.
El cristiano, llevado por el Espíritu Santo, está llamado a vivir en un diálogo íntimo de amor con el Señor. Las vidas de tantos santos en la historia de la Iglesia testifican esta vida de amor. Así se transforma la vida de los hombres, porque su fuente es Dios Trino, que hace de cada hombre que lo acoge. Templos de Dios, vino nuevo en odres nuevos. Dios llama, actúa y el hombre accede, y se encamina al conocimiento de Dios, y no sólo se debe entender a nivel racional, sino sobre todo existencial. Mi amor a Dios es un amor de adhesión y entrega, que me hace persona plena y capaz de dar mi vida, para que otros puedan conocer al Dios dador de Vida. Podemos decir que, de todas las palabras humanas con sus riquezas y límites, la palabra “Amor” es la que mejor nos puede llevar al encuentro y conocimiento del Dios Trino: Padre de la misericordia, al Hijo redentor y al Espíritu consolador-abogado nuestro.
Podemos afirmar que este amor se nos comunica, no de manera borrosa sino en una figura concreta e histórica en Cristo Jesús. El diálogo que sostiene Cristo con Nicodemo, signo y figura de la realidad del hombre se realiza de noche, así como Dios se revela a Israel para sacarlos de Egipto en la noche, igualmente este diálogo se desarrolla en la noche porque Dios a los que acuden a Él, no los abandona, los saca de las tinieblas, de la oscuridad, de la esclavitud y, los hace pasar a la luz y libertad que vienen de Él. Podemos decir que conocemos al Dios Uno y Trino en el obrar salvador y redentor, donde nuestros pecados son perdonaos en la muerte de Cruz del Hijo, y somos reconciliados con el Padre y hechos por tanto hijos de adopción, por el nuevo nacimiento, haciéndonos partícipes de la vida de santidad que se nos da y comunica por el Espíritu Santo.