Jesucristo es para todos

«En aquel tiempo, Jesús se marchó y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: – «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo.» Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: – «Atiéndela, que viene detrás gritando.» Él les contestó: – «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.» Ella los alcanzó y se postró ante él, y le pidió: – «Señor, socórreme.» Él le contestó: – «No está bien echar a los perros el pan de los hijos.» Pero ella repuso: – «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.» Jesús le respondió: – «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.» En aquel momento quedó curada su hija.».  (Mateo 15,21-28).

Padre Elcías Trujillo Núñez

En el Evangelio de este domingo, nos presenta la universalidad de la salvación que nos ofrece Dios. Esto ocurrió precisamente fuera del territorio de Israel, cerca de Tiro y Sidón. Una mujer, extranjera, cananea y pagana, se acercó con gran atrevimiento a Jesús, para pedir la curación de su hija que estaba enferma. Sólo Ella sabe que está ante la única posibilidad de curación para su hija, por eso suplica. Pero, Cristo callaba. Y más bien los apóstoles le hicieron notar su presencia a Jesús, y le pidieron que la atendiera, pues era denigrante para ellos llevar consigo una mujer detrás gritando.

Sin embargo, es a ellos, no a la mujer, a quienes Cristo les indica que él había sido enviado sólo a socorrer a los hijos descarriados de Israel.  Pero la mujer no se rinde ante su especial petición. Es una madre de fuerte personalidad que reclama compasión para su hija enferma, pues está segura de que Dios quiere una vida digna para todos sus hijos e hijas, aunque sean paganos, aunque sean mujeres, pues en aquel tiempo la mujer es discriminada y solo valorada como objetos procreadora de la vida. Su petición es directa: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija está atormentada por un demonio». Sin embargo, su grito cae en el vacío: Jesús guarda un silencio difícil de explicar. ¿No se conmueve su corazón ante la desgracia de aquella madre sola y desamparada? La tensión se hace más insoportable cuando Jesús rompe su silencio para negarse rotundamente a escuchar a la mujer. Su negativa es firme y brota de su deseo de ser fiel a la misión recibida de su Padre: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel».

Ni los apóstoles ni todos los demonios juntos que atormentaban a su hija, pudieron impedir que ella se acercara a Jesús y postrada pidiera nuevamente la salud para su hija. Jesús respondió entonces con una palabra que a nosotros nos parece durísima y que nos hace pensar que no es el mismo Cristo que estaba siempre atento a socorrer a las gentes: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perros”. Aquí encontramos el juego de palabras iniciado entre Cristo y la mujer. La mujer no se desalienta, se postra ante Jesús y, desde el suelo, repite su petición: «Señor, socórreme». En su grito está resonando el dolor de tantos hombres y mujeres que no pertenecen al grupo de aquel Sanador, y sufren una vida indigna. ¿Han de quedar excluidos de su compasión? Jesús se reafirma en su negativa: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».

La mujer no se rinde ante la frialdad escalofriante de Jesús. No le discute, acepta su dura imagen, Ella acepta el reto, pero extrae una consecuencia que Jesús no ha tenido en cuenta y respondió firmemente: “Es cierto, Señor, pero los perros también comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Esto fue lo que desarmó a Cristo que se mostró cien por ciento partidario de la mujer, pues ella había mostrado su fe en su persona, en su poder, su perseverancia, su amor a toda costa y de paso les daba una gran lección a sus apóstoles y se deslindaba para siempre de los dirigentes religiosos de su pueblo que le impedían tratar a una mujer, extranjera y pagana, y complacerla en su petición, para mostrarse como el Salvador de todos los hombres: “¡Mujer, que grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.  Y en ese momento su hija quedó curada para siempre y ella se mostró como fiel seguidora de Cristo Jesús, seguidora suya en tierra de paganos. Si Cristo no lo hizo, que a nosotros no se nos ocurra considerar a otros que no tienen nuestra misma fe, como enemigos y adversarios. Somos hijos del único Dios, Padre de todos los hombres y hermanos del único Salvador, Cristo Jesús.

Los cristianos hemos de aprender hoy a convivir con agnósticos, indiferentes o paganos. No son adversarios para apartar de nuestro camino. Si escuchamos su sufrimiento, descubriremos que son seres frágiles y vulnerables que buscan, como nosotros, un poco de luz y de aliento para vivir.  Jesús no es propiedad de los cristianos. Su luz y su fuerza sanadora son para todos. Con dolor he encontrado dentro de nuestra Iglesia Católica, grupos que discriminan a los demás. Es un error encerrarnos en nuestros grupos y comunidades, apartando, excluyendo o condenando a quienes no son de los nuestros. Sólo cumplimos la voluntad del Padre cuando vivimos abiertos a todo ser humano que sufre y gime pidiendo compasión.

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