Especial LA NACIÓN
“La mejor universidad son los libros” reza un conocido proverbio inglés. Algún pensador dijo que “lo mejor de todos los hombres está en los libros”. Finalmente, en el soneto “Estudia” (del poeta Elías Calixto Pompa), que nuestra generación y la de nuestros padres aprendieron en los primeros años de escuela en la cartilla “Alegría de Leer” (años cincuentas y sesentas), empieza de manera lapidaria con el bellísimo endecasílabo “es puerta de la luz un libro abierto”. Va el soneto:
Estudia (Elías Calixto Pompa)
Es puerta de la luz un libro abierto.
Entra por ella, niño, y de seguro
Que para ti serán en lo futuro
Dios más visible y su poder más cierto.
El ignorante vive en el desierto
Donde el agua es poca, el aire impuro;
Un grano le detiene el pie inseguro,
Camina tropezando, vive muerto.
En esta de tu edad abril florido,
Recibe el corazón las impresiones,
Como la cera al toque de las manos.
Estudia, y no serás cuando crecido
Ni el juguete vulgar de las pasiones
Ni el esclavo servil de los tiranos.
Estudiar en este soneto es, fundamentalmente, leer. Es acompañarse, ojalá a toda hora y en todo lugar, de un buen libro. Que enseña. Pero que también entretiene, comparte emociones y conmociones, odios y amores, sueños y frustraciones, triunfos y derrotas, alegrías y dolores; que reprocha y alaba. ¡Qué gran compañía es un libro! ¡Qué maestro y qué amigo y qué confidente!
Por desgracia, el libro no es un artículo para mucha gente, porque siempre han sido escasos los lectores. Y hoy más que nunca. La lectura (entendida no como el acto de leer, como la habilidad de leer, sino como la actividad vital, cotidiana, consuetudinaria) es un privilegio de una minoría. No porque la abrumadora mayoría de los hombres no haya aprendido a leer, no porque no haya abundantes libros para leer. No. Es que no leen por negligencia, por desidia mental. Sacan toda clase de disculpas para no leer, intentan justificar lo injustificable.
Además, hay un buen número de lectores por obligación, forzados por requerimientos académicos, laborales o de otra índole. Estos tales dejan de leer cuando han cumplido el compromiso adquirido, cuando han obtenido la información que les ha sido requerida, cuando han sido calificados, así sea con una nota precaria. Pero no toman un libro por su propia iniciativa, por inquietud vital. Utilizan la coartada de justificar su pereza mental para no leer algo diferente de lo que les es exigido. Eventualmente ojean el periódico o la revista, pero no leen. Siempre esgrimen dos pretextos: “No tengo tiempo ni dinero.”
Es cierto, inobjetable e inexorable, que las bibliotecas, las editoriales y las librerías reales están siendo substituidas por las virtuales, por las de las pantallas. Pero no van a desaparecer. Hay mucha gente que busca en ellas las obras que quieren o las que requieren conocer. Existen portales que las ofrecen a precios económicos y con pagos electrónicos, de la manera más sencilla, sin necesidad de pararse del escritorio o del canapé, incluso de la cama. Dos o tres clics y ya está ante sus ojos “La Odisea”, “Edipo Rey”, “Plegaria por un papa envenenado” o “Por las sendas de El Ubérrimo”.
Ante esta realidad incuestionable, me pregunto: ¿Puede alguien leer de manera efectiva la obra en la edición virtual, como lo haría en la edición física? ¿Puede pasear por la obra virtual como lo puede hacer por la obra física? La cultura virtual, la cultura que algunos denominan light, ¿tiene tiempo y condiciones para ir a sus anchas por los caminos del e-book, como lo posibilita el libro real? Leer, releer, subrayar, empezar, volver atrás. Todo eso. Si es así, el libro, incluso el ciberlibro, se ha salvado.
El texto físico es tan noble, tan maleable como indócil es el virtual. No sé si será solo para nosotros los herederos de Gutenberg. Claro que en el virtual también es posible avanzar y retroceder: basta utilizar las flechas, mover el ratón, tocar comandos.