Solamente existen dos grandes premios de literatura a los que cualquier autor del planeta puede aspirar sin mayores requisitos que escribir como los dioses: el Nobel sueco y el Princesa de Asturias español. Por fuera nos dejamos al Pulitzer americano, con sus recién reformados estatutos de candidatura, y al Goncourt francés, oculto tras su infranqueable muralla francófona de acceso. Es por esto que las comparaciones entre estos galardones son prácticamente inevitables y son fascinantes las conclusiones a las que podemos llegar sobre ellos cuando ponemos frente a frente las listas de sus respectivos ganadores.
La primera curiosidad que salta a la vista es las poquísimas veces que los jurados de ambas distinciones se han puesto de acuerdo sobre los méritos de un mismo nombre. Y es que en esta materia el Princesa de Asturias siempre ha sido quien se ha sabido anticipar a las decisiones de Estocolmo, nunca sucediendo a la inversa. Con este ejercicio de premonición literaria es que desde el Principado nos han espoileado los nombramientos de Mario Vargas Llosa (Princesa 1986/Nobel 2010), Camilo José Cela (Princesa 1987/Nobel 1989), Günter Grass (Princesa y Nobel 1999) y Doris Lessing (Princesa 2001/Nobel 2007). Coincidencias que hablan muy bien de los criterios de selección que implementan en sus cuarteles generales de Oviedo.
Pero más allá de las efemérides, es interesante analizar cómo el Princesa de Asturias, a pesar de ser el galardón más joven de los dos (1981 frente a 1901), ha preferido en su historia reciente ungir como ganadores a autores mucho más tradicionales y esperables que el Nobel. Así pues, en su palmarés encontramos a varios de aquellos nombres tras cuyas tristes partidas de este plano terrenal nos hemos lamentado en silencio al no lograr sus cuerpos resistir lo suficiente para recibir el tan anhelado beneplácito de la Academia Sueca, tal y como aconteció recientemente con Paul Auster (Princesa 2006) y hace no tanto con Amos Oz (Princesa 2007) o Philip Roth (Princesa 2012). Un augurio nada esperanzador para otros que siguen haciendo la fila con estoicismo como Haruki Murakami (Princesa 2023), Margaret Atwood (Princesa 2008), Ismail Kadaré (Princesa 2009) o Amin Maalouf (Princesa 2010).
Y aunque gracias al Nobel hemos tenido la oportunidad de descubrir magníficas plumas con tiradas de impresión modestas, o de plano inexistentes en nuestra lengua, como ocurrió con Mo Yan (Nobel 2012), Elfriede Jelinek (Nobel 2004), Svetlana Aleksiévich (Nobel 2016) o Abdulrazak Gurnah (Nobel 2021); el Princesa de Asturias fue el primero que, incluso un lustro antes del polémico episodio de Bob Dylan (Nobel 2016), se atrevió a transgredir los cánones editoriales con fallos osados como el encumbramiento de los versos del cantante Leonard Cohen (Princesa 2011) o la bienvenida al Olimpo literario de la novela policiaca a través del reconocimiento a Fred Vargas (Princesa 2018).
Faltan pocos días para que desde el Teatro Campoamor conozcamos al laureado de este año, un acontecimiento que, aunque no tan publicitado como la decisión anual de su homólogo sueco, silenciosamente permea en ésta, demostrando así la más que inapelable influencia de la princesa.