«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir». (Juan 15,26-27;16,12-15)
Elcías Trujillo Núñez
Sacerdote
El Espíritu Santo es fruto de la Pascua, es don de Cristo para la Iglesia que continua la obra salvadora. Una obra que el Padre mismo le encomendó y que Él a su vez depositó en su Iglesia, fundada como familia de los que creyeran en él, y la que había de ser la depositaria de los dones concedidos a los que creyeran en Él.
El soplo de Cristo sobre los apóstoles es una nueva creación. Con su soplo precisamente el día de su propia resurrección y en la primera ocasión en que se presentaba ya resucitado ante los suyos, les estaba dando algo muy suyo, algo de su propia persona y un envío y un don, el poder de perdonar los pecados cuantas veces se requiriera su perdón, sin ninguna limitación y una encomienda que fue hecha precisamente a los hombres, y no tanto a los ángeles que muchos hubieran querido como para ser perdonados por los ángeles de Dios, pero no fue así, a hombres frágiles y sujetos ellos mismos a las caídas se les confió el perdón de los pecados.
Sin muros
El Espíritu Santo entre los hombres, ayuda a quitar muros de incomprensión, raza, nacionalismo y edad, los cristianos estamos llamados a unir a los hombres, suscitando diversidad de servicios para ellos, que rompan los nacionalismos y nos hagan miembros de un solo pueblo, el de los salvados en el Espíritu Santo.
Pentecostés viene a cerrar el ciclo pascual, invitándonos a dejar nuestro mutismo, nuestra pesadez y nuestra lejanía, para convertirnos en auténticos enviados y embajadores del amor redentor de Cristo Jesús.
Y necesitamos esa presencia constante del Espíritu del Señor porque tenemos peligro de dormitar y reposar, cuando tenemos que tener el ojo avizor contra la maldad y la miseria de los hombres.
El Espíritu Santo, en una palabra, transforma el pan en el Cuerpo de Cristo y luego da a la comunidad cristiana, unidad y amor en torno al Cuerpo y la Sangre de Cristo y finalmente, en la iglesia de los primeros tiempos como en el tiempo actual, fortalece el corazón de los hombres, para que lejos de dormitar y mostrarse indiferentes ante las condiciones de los hombres, puedan constituirse en fortaleza y camino para todos ellos. Sin el Espíritu Santo, no podremos reconocer a Cristo como Salvador. Lo necesitamos.
Iglesia, guía y aliada
El Espíritu Santo de Dios actuó en el seno de María, dócil y admirable doncella, convirtiendo a su Hijo en el mismísimo Hijo de Dios, Redentor de todos los hombres, y Mesías de todos los que habían de ser salvados, actuó también en Cristo Jesús, levantándolo de la tumba al tercer día, para no hacerlo morir nunca más, y convertirlo así en el primero de los mortales, que encabeza la marcha de los ya salvados y transforma la mente de aquellos primitivos apóstoles, para convertirles en intrépidos heraldos y testigos suyos, haciendo así viable que la Iglesia pudiera convertirse en la guía y aliada del Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
No podemos dejar de mencionar al final de nuestra reflexión, que nosotros hemos sido asociados al Espíritu Santo y a la Iglesia, gracias al don del Bautismo que se convierte así en la puerta, pero también en la fortaleza y en el compromiso de fidelidad a la Santísima Trinidad para ser en el mundo fermento de vida nueva y de salvación. Vivamos con verdadero gozo, la fiesta del Espíritu Santo en Pentecostés.