Siempre me ha llamado la atención aquellos autores que, pudiendo elegir prácticamente cualquier temática, centran su obra alrededor de la comida y ni qué decir de aquellos que, redoblando la apuesta, hacen girar libros enteros sobre un alimento en particular. Deliciosas limitaciones autoimpuestas a nivel creativo que elevan el grado de dificultad de su producción literaria con resultados fascinantes. Mo Yan (Nobel 2012) seguramente es el gran maestro culinario de las letras con textos que van sobre el sorgo (“Sorgo Rojo”), el vino (“La República del Vino”), el ajo (“Las Baladas del Ajo”) o la carne (“¡Boom!”) y donde el acto de la consumición constituye un pilar esencial de la narrativa. Toda una carta de alternativas que se pueden catar como un menú de degustación.
Si a esto se le agregara la técnica de contener el relato dentro de las fronteras de un espacio físico determinado, como magistralmente hizo Olga Tokarczuk (Nobel 2018) con los aeropuertos en “Los Errantes” (Booker Internacional 2018), tendríamos entonces que reconocer lo atrasada que está la producción de literatura sobre comida rápida. Tan popular en los paladares como tabú en la tinta impresa, tal parece que estos famosos autoservicios son demasiado vulgares para que allí se desarrollen grandes aventuras, aunque por experiencia propia puedo dar fe que a éstos se les puede acusar de todo, menos de ser lugares aburridos.
Algo que poco se comenta sobre ellos, pero que aún hoy sigue descrestándome, es su alquímica capacidad para distorsionar el espacio a su voluntad, uno de los efectos escultores de la realidad más fabulosos del modelo de franquicias. Que tengas la oportunidad de comerte exactamente la misma hamburguesa a la orilla del Danubio, mientras cae el sol con los rezagos arquitectónicos de la Bratislava socialista de fondo, que en cualquier calle cosmopolita de la Bogotá más capitalista es algo tan espectacularmente cotidiano que no entendemos el milagro que encarna. Como un país independiente con múltiples embajadas en todo el planeta, las cadenas de comida rápida tienen sus propios símbolos, reglas e identidad y todos estamos invitados a ser ciudadanos de su aldea global.
Pero quizás lo más disruptivo de todas ellas es haberse convertido en el máximo igualador social por excelencia. Algo que percibí hace unos años en el McDonald’s de la 51 con Broadway mientras esperaba a mi novia escribiendo una columna sobre Naguib Mahfuz (Nobel 1988). Allí, a pocas cuadras de Times Square y con el local a reventar el sábado por la noche, entró un habitante de calle, vio una silla libre en mi mesa y con más educación de la que he visto en muchas otras personas en mejor condición económica que la suya, me preguntó si podía sentarse. Sin dudar le dije que sí y allí estuvimos una hora compartiendo en silencio, cada uno a lo suyo, yo escribiendo y él cargando su celular para revisar quién le había escrito por Facebook.
Historias para llevar de este estilo abundan en este tipo de restaurantes, esperemos que a Mo Yan lo lleven a comerse una hamburguesa en alguno de ellos.