La Nación
Juan David Huertas Ramos
COLUMNISTAS

Políticas públicas y democracia

Las políticas públicas pueden entenderse como herramientas que el Estado, a través de sus instituciones, debe gestionar para atender los problemas de carácter público.

Ahora bien, un problema público (o de interés general) es aquel que se escapa de la esfera personal del individuo y que tiene incidencia social por comprometer el bienestar, presente o futuro, de las personas en general. Algunos autores consideran que un problema público es aquel que se agrava si el Estado no interviene para transformar el “estado negativo de cosas” en uno más beneficioso para todos los ciudadanos.

Debe aclararse que existen problemas en los cuales el Estado no debe interferir por ser estos propios de la esfera individual. Sin embargo, las dictaduras no respetan dichos límites, y tratan de absorber por completo la capacidad del individuo de decidir, incluso en su intimidad, a través del colectivismo que tanto gustan los tiranos. No en vano consideran (solapadamente) que sus simpatizantes y la ciudadanía en general, son interdictos que precisan del poder estatal para resolver todas sus necesidades.

Entonces, los regímenes autócratas no pueden generar acciones o políticas públicas que mejoren la calidad de vida de las personas, ya que la población podría advertir que no necesita de la acción tutelar de la tiranía, entiéndase, del Estado. En otras palabras, las políticas públicas tienen el objetivo legítimo de mejorar las condiciones de vida de las personas, lo que suele estar en contra de los regímenes antidemocráticos, visto desde la perspectiva de las libertades (Es decir, de Amarty Sen).

En lo que respecta a las democracias, la situación es diferente. Toda vez que los gobiernos fungen como administradores del Estado, no en vano son la rama ejecutiva del poder público. En ese sentido, deben formular y ejecutar políticas públicas que materialicen iniciativas eficientes para resolver problemas de interés general. En esa tarea debe primar la técnica y no el activismo. Pues, no es posible que los gobiernos transformen positivamente las condiciones de vida de un país con discursos demagógicos, ni con promesas insulsas, ni constituyentes peligrosas, ni mucho menos con escándalos personales.

De cualquier modo, resulta paradójico advertir que en nuestros días existen gobiernos que se jactan de no ser técnicos, incluso, demeritan el tecnicismo abiertamente con el fin de despertar la euforia del público. Lo absurdo es que la evidencia científica es contundente al relacionar de forma positiva y directa la falta de tecnicismo y la corrupción.

En síntesis, todo gobierno democrático debería trabajar con rigor técnico en el fortalecimiento de un tejido de bienes y servicios públicos que proporcionen condiciones de bienestar para toda la población a través del diseño y la ejecución de políticas públicas, pues como reza el adagio popular, “los hechos son amores y no buenas razones”.