Pienso que las personas inteligentes aprenden tanto de sus propias experiencias, como de las ajenas. Y es que sólo un necio querría aprender, en carne propia, que el fuego quema. Por supuesto, esta lógica aplica para las sociedades también.
En ese sentido, Colombia debería aprender de la lección que nos deja Venezuela, tras el secuestro de su libertad y el saqueo de su porvenir por una bandola de siniestros sujetos que, usando conceptos de “justicia social”, “paz”, “democracia”, y “poder popular”, entre otros, aplican con total impiedad la agenda progresista, que no es otra que la miseria del socialismo.
El asunto es que, para sorpresa de pocos, el fin de semana pasado, el régimen del usurpador Maduro llevó a cabo un voraz golpe de Estado. La realidad del país vecino indicaba que los ciudadanos no apoyarían la reelección del tirano, ya que hacerlo sería condenarse a un lustro más de hambre. Contrariamente, el Consejo Nacional Electoral (CNE) declaró en la noche del domingo (28 de julio) que Maduro había sido reelecto para el periodo 2025-2031. Ese mismo escrutinio del CNE informaba, a través de Telesur, que con el 80% de mesas escrutadas Maduro lideraba la votación con 51,2%, seguido por Edmundo González (y María Corina Machado) con 44,2%. Los otros ocho candidatos alcanzaban, cada uno, 4,6% de la votación. De seguro, hasta Alexander López e Irene Vélez podrían constatar, aunque con arduo esfuerzo, que la sumatoria de tales porcentajes es mayor a 100% (Para ser más precisos, 132,2%).
Así las cosas, Colombia debe aprender de la infamia cometida contra Venezuela, no hacerlo sería una necedad. Cabe aclarar también que aquellos que han justificado el asalto a la democracia perpetrado por Maduro, así como los que guardan silencio indolente, no son de mejor condición humana que el usurpador, de lo cual también debemos tomar nota.
La gran lección es que los tiranos y sus estructuras criminales utilizan las vías democráticas para llegar al poder. Impulsan la polarización a través de discursos de odio. Suelen utilizar las vías jurídicas para corromper la estructura del Estado, cooptando las ramas del poder público y eliminando cualquier atisbo de democracia. Para ello, plantean la necesidad de una reforma constitucional que, casi siempre, promete soluciones mágicas de los problemas sociales bajo el liderazgo mesiánico de un personaje “capaz de encarnar al pueblo”. Se valen de todo tipo de medios y artimañas para conseguir sus fines, corren las líneas éticas que sea necesario y falsean la realidad de los hechos. Se regocijan en la corrupción y el detrimento del presupuesto público. Su herramienta predilecta para condicionar la voluntad de sus seguidores es el subsidio que, en las primeras horas de la revolución, son generosos, después, se reducen a cadenas miserables con las que limitan cualquier resquicio de libertad. Descalifican a sus opositores, acusándoles de sus propias faltas. Pero, el asunto clave es que cambian las reglas del juego democrático a través de artilugios inmundos.
Entonces, Colombia debe proteger su institucionalidad democrática, teniendo en cuenta que es muy fácil perder las libertades por vías democráticas, pero casi imposible recuperarlas.