Amar a Dios en el prójimo

«En aquel tiempo se acercó a Jesús un letrado y le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos”. (Marcos 12,28-34).

Para los judíos, el primer mandamiento superaba infinitamente el segundo y se practicaba por separado de él. Tenían un sentido muy profundo de la trascendencia de Dios y de sus derechos. Jesucristo no niega el primer mandamiento, pero inquieta y rebela a sus paisanos por la forma con que lo cumple: sirviendo al hombre. Y si preguntamos a un cristiano ordinario: ¿Cuál es el gran mandamiento de Cristo, su mandamiento nuevo? No nos responderá: el amor a Dios. Sino que nos dirá: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, ese mandamiento no tiene nada de nuevo; se encuentra ya en el Antiguo Testamento. ¿En qué consiste, entonces, la novedad que Jesús imprime a estos antiguos? El Evangelio de este domingo, nos manifiesta la ley fundamental de nuestra vida cristiana: el amor a Dios y el amor al prójimo. Toda nuestra vida, cuando es realmente cristiana, está orientada hacia el amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la salvación. Lo más importante: lo primero, nos dice hoy Jesucristo en el evangelio, es amar a Dios y amar al prójimo: más claro aún; amarle a Dios en el prójimo y más concreto y sencillo: amarle a Dios amando al prójimo. No nos engañemos, no se puede amar a Dios, si no amamos al prójimo. Posiblemente antes pensábamos que se podía amar a Dios sin hacer nada por los demás. Habíamos convertido la fe en un acto de amor y entrega a Dios; pero desconectado de nuestra vida diaria. Nos deshacíamos en oraciones, novenas, misas y toda serie de prácticas religiosas; pero fallaba gravemente nuestro interés por los demás. Y creíamos tenerle contento a Dios con nuestro cumplimiento riguroso de unos mandamientos. Jesucristo nos insiste más en la segunda parte de este mandamiento: amarle a Dios, amando al prójimo. Es decir, lo importante es amar a Dios, no en la iglesia, en la oración; sino en la calle, en casa, en el trabajo, en los pobres y necesitados de amor. Dios, en el cielo, no necesita ser amado; lo necesita aquí en la tierra. Aquí sí que necesita nuestro amor, y nuestra ayuda. La vida es para hacer milagros de amor todos los días. La vida no es para sentarse esperando que Dios haga milagros espectaculares, no es para limitarse a confiar en que Él resuelva nuestros problemas, sino para empezar a hacer ese milagro pequeñito que Él puso ya en, nuestras manos, el milagro de querernos y ayudarnos. ¿Es que será más milagroso devolverle la vista a un ciego que la felicidad a un amargado? ¿Más prodigioso multiplicar los panes que repartirlos bien? ¿Más asombroso cambiar el agua en vino que el egoísmo en fraternidad? Si los hombres dedicásemos a construir milagros pequeñitos la mitad del tiempo que invertimos en soñar los espectaculares, seguramente el mundo marcharía mucho mejor. Y el milagro de amar podemos hacerlo todos, niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos. Fijémonos bien, a un hombre pueden privarle de todo menos de una cosa: de su capacidad de amar. Un hombre puede sufrir un accidente y no poder volver ya nunca a andar. Pero no hay accidente alguno que nos impida amar. Un enfermo mantiene entera su capacidad de amar: puede amar el paralítico, el moribundo, el condenado a muerte.
Amar es una capacidad inseparable del ser humano, algo que conserva siempre incluso el más miserable de los hombres. Sólo en el infierno no se podrá amar. Porque el infierno es literalmente eso: no amar, no tener nada que compartir, no tener la posibilidad de sentarse junto a nadie para decirle, ¡ánimo! Pero mientras vivimos no hay cadena que nos ate el corazón, salvo claro está la del propio egoísmo, que es como un anticipo del infierno. En cambio, allí donde se ama se ha empezado a construir ya el cielo a golpe de milagros. En definitiva, los milagros, para Jesús, eran ante todo «los signos del reino». Todo bautizado está llamado realizar signos de amor con el hermano que más sufre.

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