Amar como Dios nos ama

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.  Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde” (Juan 14, 23-29).     

 

Esta despedida de Jesús es inevitable y necesaria. Estamos llamados a desprendernos de ÉL para que vuelva a renacer de otra manera. No hay que aferrarse, hay que dejar marchar. El amor verdadero no piensa en uno mismo, no posee, no reclama, se entrega, deja libertad, piensa en el otro, en ese gran Otro, en su plan, en su proyecto. Y Cristo tiene que marcharse para que venga el Espíritu Santo y pueda renovarnos por dentro y en profundidad. Si amáramos de verdad, como nos dice Jesús, nos llenaríamos de alegría de que Él se vaya y venga el Espíritu Santo. Porque el amor verdadero se alegra de lo que hace feliz al otro y no pretende acapararlo para uno mismo. Sólo desde esta generosidad y desprendimiento puede brotar la alegría y la verdadera paz que nos trae Jesús.

Los discípulos no querían separarse del Jesús físico, estaban a gusto de conocerlo a Él, se sentían seguros con su presencia. Lo que les dice Jesús es duro y no es extraño que les costara entenderlo. Es más sólo lo entendieron en Pentecostés y no por mérito de ellos sino del Espíritu Santo. Y es que hay cosas que no podemos entender desde la pura racionalidad humana, nos hace falta la ayuda de la fe. Amar como Dios nos ama, supera nuestra manera de entender, es necesaria la ayuda del Espíritu Santo.

El texto de hoy viene detrás del mandamiento del amor, allí donde Jesús resume junto a sus discípulos el testamento, lo esencial que quiere que ellos y nosotros retengamos para siempre en nuestros corazones. El mandamiento supremo, la esencia de la fe cristiana: el Amor. He aquí el resumen más perfecto, lo que no hay que olvidar, lo que pasa por encima de todo: de leyes, de normar, de ritos, de templos. No hay mayor revolución religiosa. Ser cristianos es amar, ser creyente es amar, ser humano es amar.

A veces confundimos el amor con otras cosas. Se dice amor cuando en realidad se está hablando de placer, de pasión, de realización, de sexo, de momentos, de atracción, de emociones. Y, claro, no es extraño, muchos jóvenes y no tan jóvenes dicen que el amor no es para siempre, ni significa compromiso, pero ese amor se desgasta y se muere. No es de este amor del que habla Jesús. Ni siquiera habla de amor humano. No dice que amemos al prójimo, es más, mucho más. Dice amar como Dios nos ama, es decir con un amor gratuito, incondicional, generoso, entregado hasta el final, comprometido por siempre. Un amor que genera vida, esperanza, paz, perdón, alegría, solidaridad, justicia.  Y no es que el amor humano, el amor sensible, el amor emocional, no sea importante.

¡Qué bien lo expresó el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica titulada precisamente “Dios es amor”! Dice él que hay un amor de Eros, un amor de Filia y un amor de Ágape. Los tres son buenos y complementarios: amor de pareja, amor de amigo, amor de Dios. Los tres se interrelacionan, los tres se ayudan mutuamente a elevar el amor humano más allá de la atracción física o erótica y más allá del amor de correspondencia como es la amistad. El amor cristiano nos lleva a la entrega gratuita, como el amor de Dios. El amor es pensar en el otro antes que, en nosotros mismos, el amor es procurar la felicidad al otro, sabiendo que en esa búsqueda está mi propia felicidad.

En un mundo lleno de amores interesados y egoístas, nos corresponde a los cristianos comunicar y sobre todo vivir esta dimensión del amor gratuito, generoso, solidario, sin esperar nada a cambio. Sólo en esto, dice Jesús, nos reconocerán como verdaderos discípulos. Sólo así volverán nuestros contemporáneos a fijarse e interrogarse de nuevo al vernos cómo amamos y cómo nos amamos, aquí está la razón de un país y de una Iglesia que vive el cristianismo. Sin el amor, todo lo demás es vacío, sin vida y sin razón. Colombia está sedienta de amor.

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