El comentario de Elías Dedicarse a la literatura implica prescindir de cualquier moral. Todo sistema ideológico -económico, político, religioso o cultural- deteriora la obra literaria, la convierte en esclava de un fin pobre. Es necesario adquirir el estatus de ‘amoral’ y acogerse a la ética, a las leyes que nos reconcilian con el Universo, con lo inefable, lo místico según Wittgenstein. Diferenciar lo ‘amoral’ de lo ‘inmoral’, esta es una desviación patológica de los moralistas, la perfecta doble moral. Concordar honestamente, como nos lo recomendaba alguna vez Kundera en un café parisino, con la sabiduría de la novela. Ética y estética se complementan para despejar la misteriosa ecuación del ser humano, sentido superior del texto literario. Basta recordar a Dante, él mismo convertido en personaje, guiado por Virgilio, Beatriz y San Bernardo para coronar su aventura mística. Acude a referentes católicos: infierno, purgatorio y paraíso. En las alturas, descubre nueve cielos donde moran espíritus cristianos. Más arriba aún, halla el Empíreo habitado por personajes de la iglesia y de La Biblia. Nada distinto al proceso de sacralización propuesto por el dogma de una iglesia poderosa. Pero en la cima de su ascenso se le desintegra su ‘yo’, artificio cultural construido con la acumulación de morales. Se a-moraliza, condición sine qua non para acceder al ser humano, a la esencia de la vida. Ninguna conciencia amordazada puede ver más allá de la moral que la amordaza. Mucho menos fundirse en lo sublime, el sentido humano de la literatura. ‘La moral es la espina dorsal de los imbéciles’, afirmaba agriamente Picabia Libre de la moral, puede ver y plasmar las esplendorosas imágenes finales de La Divina Comedia: la luz donde flota lo divino, la fusión con ella… Desprovisto del ‘yo’, descubre la unidad perfecta del Todo, la inoperancia de cualquier explicación. La armonía simplemente es, y él hace parte del Universo vivo. Y en el esplendor de su lucidez espiritual, descubre la Trinidad. También la imagen del Cristo, la certeza de que lo divino es territorio humano, y lo humano está impregnado de lo divino. Dios-hombre, hombre-dios, el círculo sacro: surgir de lo sagrado para tornar a lo sagrado. Se despeja el misterioso trayecto de la existencia y de la muerte, sin la necesidad del intelecto. Lo divino resplandece en toda su magnificencia, lo invade, vive por fin en el amor que mueve el sol y las otras estrellas. Percepción mística, experiencia íntima, individual, sin embelecos moralistas. El triunfo del individuo sobre la ignorancia, que es moral, queda consolidado. lunpapel@gmail.com