Argucias contra la independencia del Congreso

José Gregorio Hernández Galindo

No ha sido un ejemplo de respeto a las instituciones, ni del comportamiento democrático que debería observar cualquier gobierno, el que ha tenido lugar a propósito del proyecto de acto legislativo por medio del cual se buscaba crear dieciséis nuevas circunscripciones electorales, en teoría como para dar participación a las víctimas del conflicto en los procesos político y legislativo. Lo creímos al principio, cuando el proyecto de reforma fue presentado. Ya no, justamente por la terca insistencia gubernamental en valerse de todos los medios para que se declare aprobado lo que no fue aprobado, y para que, a las buenas o a las malas, esas circunscripciones hagan parte del ordenamiento constitucional. Las víctimas no hubiesen apremiado tanto, ni lo han hecho, luego son otros los interesados.

El Gobierno ha acudido, sin un fundamento jurídico serio, a argucias, a procedimientos insólitos e improcedentes, con el objeto de desconocer la autonomía del Congreso y la inviolabilidad de sus decisiones, en una materia tan delicada como la puesta en vigencia, no de una ley –lo que ya sería grave- sino de una reforma constitucional -nada menos-, y ha pretendido obligar a los presidentes y secretarios de Senado y Cámara a que certifiquen como aprobado lo que, según criterio de ellos –que son las personas autorizadas constitucional, legal y reglamentariamente para hacerlo-, no fue aprobado. Si firmaran, incurrirían en falsedad en documento público, porque no les consta la aprobación sino el hundimiento del proyecto.

Infortunadamente, el Ejecutivo ha contado con la extraña colaboración de algunos jueces y magistrados que han procedido con gran presteza –más extraña todavía- y también con acomodaticias interpretaciones, a dar “la razón” al gobernante. Al parecer ignoran lo que es el sistema democrático, el origen y el papel de los parlamentos y congresos en la democracia, la inviolabilidad de sus decisiones, el equilibrio entre las ramas del poder público y las competencias exclusivas radicadas por la Constitución en el Congreso colombiano para expedir actos legislativos.

De nada ha valido que el artículo 161 de la Constitución señale perentoriamente que, ante un texto propuesto por una comisión de conciliación (por existir textos divergentes entre Senado y Cámara), “si después de la repetición del segundo debate persiste la diferencia, se considera negado el proyecto”. En concreto, para la conciliación del proyecto en referencia, el segundo debate en el Senado se votó dos veces y en ambas oportunidades fracasó porque no obtuvo los votos necesarios. Así que el 30 de noviembre no se debió votar porque la iniciativa ya estaba hundida.

Han olvidado que la Constitución colombiana es rígida, para cuya modificación se requieren unos requisitos agravados, especialmente exigentes, entre ellos una mayoría calificada (absoluta) que no se cuenta sobre el número de los asistentes a la sesión sino sobre el número total de los miembros de la respectiva corporación –en este caso el Senado, 102 integrantes-. Una mayoría absoluta que no puede establecerse –como quieren- con el voto de medio senador.

El Gobierno ha salido con la tesis según la cual del número total de los miembros debían ser descontados tres senadores hoy detenidos, y acude al artículo 134 de la Constitución, reformado en 2015, que alude a ello pero para efectos del quórum, no de las mayorías, que es algo muy distinto.

En todo caso, gobierno y jueces pretenden usurpar la función constitucional del Congreso -reformar la Constitución-, y desconocer su independencia. Nuestra democracia no lo puede permitir.

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