Jorge Guebely
En política terrenal, “Dios” ha sido un permanente fracaso. Fracasó cuando gobernaba a través de la iglesia católica. Muchos de sus altos jerarcas fueron tan corruptos como los altos jerarcas de nuestras cortes. Nunca igualó la desigualdad social y torturó, a través de la santa inquisición, al diferente.
Fracasó con los aristócratas quienes, por derecho divino, gobernaban en su nombre. Los reyes terminaron como déspotas ilustrados y mandatarios absolutistas. Con ellos, las hambrunas llenaron los cementerios y crearon las condiciones sociales para el estallido de la revolución francesa.
Fracasó con nuestro país conservador cuya constitución comenzaba invocando su nombre. En sus gobiernos, las masacres contra liberales pobres fueron permanentes, mientras los grandes hacendados recibían bendiciones terrenales y divinas.
Fracasa hoy con el espíritu neoliberal que gobierna en nombre del pueblo, porque “El pueblo es la voz de Dios”. Hoy, como antes, ningún político le para bolas al pueblo; más bien, se burla de él. Se burla Donald Trump de los norteamericanos a quienes prometió “América primero” y está comprometido con tres guerras: Corea del Norte, Siria y Afganistán. Se burla Santos de los chocoanos a quienes prometió resolver las calamidades básicas en el paro cívico anterior y las calamidades básicas siguen tan vivas como antes. Se burló Uribe quien prometió al pueblo colombiano combatir la corrupción y gobernó con una banda de corruptos y delincuentes. Hasta Petro, quien se preciaba de una “Bogotá humana”, se burló del pueblo bogotano.
El desastre socio-patológico es humano. En todo político conviven varios individuos. Convive el megalómano, exceso de egolatría que lo rebaja a dictador y lo ilusiona con ser pariente muy cercano de Dios. Napoleón es el sueño de todo gran demócrata, pensaba Stendhal; y Bolívar lo es de todo demócrata tercermundista, pienso yo.
Y convive el mitómano soberbio para flagelar a los desposeídos con promesas o balas. Y el obediente de partido: el de pueblo obedece al de ciudad; éste, al de la capital; y todos, a los poderosos de la economía, pues el dinero es su verdadero “Dios”. Un enfermo de sí mismo no piensa con grandeza a un pueblo, ni con humildad a un Dios. A todos traiciona.
Para el político actual, Dios es otro artificio de ignorancia y poder, no un destino de justicia ciudadana y grandeza humana. Hoy más que nunca, nos urge morder el fruto del conocimiento, para distinguir el bien del mal y reconocer las serpientes electorales. Única estrategia para construir un voto consciente, esa poderosa y esquiva arma de papel.