No es fácil para quienes, de corazón y por convicción, hemos defendido siempre a la Fuerza Pública, reconocer la triste realidad actual: están literalmente maniatados. Más grave aún es la permisividad del gobierno frente al fortalecimiento de los criminales, de todos los pelambres.
Si bien, según el orden constitucional, los integrantes de las fuerzas armadas están subordinados al poder ejecutivo, a los comandantes de las instituciones militares y de policía también les asiste la obligación de mantener las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y asegurar la paz a los habitantes en todo el territorio nacional. Incluso, la misma Corte Constitucional ha rechazado la concepción absoluta y ciega de la obediencia. Por tanto, es claro que, existiendo conocimiento de la presencia de delincuentes en determinado territorio, la Fuerza Pública tiene la obligación de actuar sin esperar la orden del ministro de Defensa, hoy un fantasma, o del actual presidente, que parece estar en otro mundo y dedicado a otros asuntos. Sin embargo, el temor reverencial y el miedo al llamado a calificar servicios, como a muchos les ha ocurrido, no les permite cumplir con su deber.
Hoy es común escuchar a un oficial del Ejército o de la Policía, ante la denuncia ciudadana sobre la presencia de delincuentes en un lugar específico, decir: “No podemos actuar porque estamos en cese al fuego”. Y, a propósito, ese asunto del cese al fuego “bilateral” fue inventado por las organizaciones criminales con el fin de amarrar a la Fuerza Pública; y les ha funcionado, porque desde que impusieron ese embeleco para iniciar cualquier diálogo con el gobierno, han logrado inmovilizar a las fuerzas armadas y mantener ellos la libertad absoluta para sus fechorías y actividades delincuenciales.
Entonces, mientras los comandantes de la Fuerza Pública mantienen una conducta respetuosa de los preceptos, valores y principios inherentes a la obediencia a sus superiores civiles, los bandidos se mueven desenfrenadamente, dueños del territorio nacional. Y, en medio de esta situación, los ciudadanos y las comunidades padecen el rigor del flagelo de la violencia.
Ahora se inventaron algo absurdo. A raíz de una situación grave en Toribio, Cauca —departamento que lleva más de un año azotado por brutales ataques de las FARC—, Petro decidió levantar el cese al fuego con esa organización narcotraficante en Nariño, Cauca y Valle del Cauca. ¿Qué ha ocurrido? Aquellos bandidos se trasladaron temporalmente a delinquir en departamentos vecinos, como Huila, Tolima y Putumayo, donde están protegidos por el funesto cese al fuego. Y tienen claro que muy pronto firmarán otro pacto en las “mesas de diálogo” y regresarán o recuperarán aquellos territorios.
Mientras tanto, los ciudadanos estamos atrapados bajo el yugo de los criminales que extorsionan, secuestran y asesinan en todo el territorio nacional, porque no existe una sola región del país libre de esos delitos, que ejecutan de manera individual; y sin salida, porque la política de Petro es generosa con los delincuentes, bajo el pretexto de unos diálogos sin futuro, y sus interlocutores nunca han respetado el “cese al fuego”. Esta es nuestra cruda realidad.