Control de armas, Editorial

Mientras Estados Unidos sigue de luto por la pavorosa tragedia en la que un enajenado asesinó a mansalva y sobre seguro a 20 pequeñitos y a siete de sus maestros, armado hasta los dientes, en Colombia algunas ciudades discuten y han logrado disminuir sensiblemente sus índices de homicidio y criminalidad gracias al control de armas en manos de particulares.

Mientras Estados Unidos sigue de luto por la pavorosa tragedia en la que un enajenado asesinó a mansalva y sobre seguro a 20 pequeñitos y a siete de sus maestros, armado hasta los dientes, en Colombia algunas ciudades discuten y han logrado disminuir sensiblemente sus índices de homicidio y criminalidad gracias al control de armas en manos de particulares. Y claro que hay una enorme distancia entre lo que un ciudadano del común puede poseer en sus manos y en su casa en Estados Unidos, donde casi ningún arma les está vedada, y el colombiano que tiene grandes y adecuadas restricciones para proveerse de elementos peligrosos para su defensa. Como lo plantea la Segunda Enmienda de la Constitución de ese país, “el derecho del Pueblo a poseer y portar armas no será infringido”, lo cual ha dado una especie de carta blanca para que todo habitante de ese país, incluso menores de edad, posean verdaderos arsenales como el que tenía Adam Lanza, el sicópata que asesinó a los niños y maestros del colegio Sandy Hook en Newtown (Connecticut).
En cambio en Colombia el debate se ha centrado en las restricciones que algunos alcaldes han aplicado para prohibir el porte y uso de armas de fuego de manera temporal, con buenos resultados pese a que el grueso de pistolas, revólveres, ametralladoras y artefactos hechizos está en manos de la delincuencia común u organizada. En el caso particular de Bogotá, donde el alcalde Gustavo Petro anunció la restricción al porte y uso de armas como su primera decisión como mandatario en enero de este año, el balance es altamente satisfactorio, con una reducción de homicidios de entre el 20 y el 30por por ciento en los índices mensuales, a tal punto que en el primer semestre y por primera vez en 30 años la tasa de homicidios bajó la barrera de 17 casos por cada 100 mil habitantes. Un índice semejante no se veía desde 1983, cuando se ubicó en 16 por cada 100 mil. A tal punto que la capital colombiana ya está lejos del nada atractivo ranking de las 50 más violentas del mundo, encabezado por San Pedro Sula de Honduras, con una tasa de 158,8 homicidios por 100 mil habitantes; Ciudad Juárez (México), con 147,7 y Maceló (Brasil), con 135,2. Y en Colombia están por encima Cali, Medellín, Cúcuta, Pereira y Barranquilla.
De manera que el gran debate que hoy se vive en Estados Unidos alrededor del libre porte de armas permite comparar el nivel de un país supuestamente seguro y confiable, a la vez con sicópatas y enajenados altamente peligrosos que gozan de increíble protección constitucional, y un país como el nuestro a ojos del resto altamente inseguro y nada confiable pero con la convicción de que las armas, más que elementos de defensa siempre serán un alto riesgo que cada vez queremos correr menos. Y con toda seguridad, en ese debate gringo no pasará nada porque el poder económico y político de quienes defienden el libre porte y uso de armas supera con creces al de los pacifistas.

Mientras Estados Unidos sigue de luto por la pavorosa tragedia en la que un enajenado asesinó a mansalva y sobre seguro a 20 pequeñitos y a siete de sus maestros, armado hasta los dientes, en Colombia algunas ciudades discuten y han logrado disminuir sensiblemente sus índices de homicidio y criminalidad gracias al control de armas en manos de particulares. Y claro que hay una enorme distancia entre lo que un ciudadano del común puede poseer en sus manos y en su casa en Estados Unidos, donde casi ningún arma les está vedada, y el colombiano que tiene grandes y adecuadas restricciones para proveerse de elementos peligrosos para su defensa. Como lo plantea la Segunda Enmienda de la Constitución de ese país, “el derecho del Pueblo a poseer y portar armas no será infringido”, lo cual ha dado una especie de carta blanca para que todo habitante de ese país, incluso menores de edad, posean verdaderos arsenales como el que tenía Adam Lanza, el sicópata que asesinó a los niños y maestros del colegio Sandy Hook en Newtown (Connecticut). En cambio en Colombia el debate se ha centrado en las restricciones que algunos alcaldes han aplicado para prohibir el porte y uso de armas de fuego de manera temporal, con buenos resultados pese a que el grueso de pistolas, revólveres, ametralladoras y artefactos hechizos está en manos de la delincuencia común u organizada. En el caso particular de Bogotá, donde el alcalde Gustavo Petro anunció la restricción al porte y uso de armas como su primera decisión como mandatario en enero de este año, el balance es altamente satisfactorio, con una reducción de homicidios de entre el 20 y el 30por por ciento en los índices mensuales, a tal punto que en el primer semestre y por primera vez en 30 años la tasa de homicidios bajó la barrera de 17 casos por cada 100 mil habitantes. Un índice semejante no se veía desde 1983, cuando se ubicó en 16 por cada 100 mil. A tal punto que la capital colombiana ya está lejos del nada atractivo ranking de las 50 más violentas del mundo, encabezado por San Pedro Sula de Honduras, con una tasa de 158,8 homicidios por 100 mil habitantes; Ciudad Juárez (México), con 147,7 y Maceló (Brasil), con 135,2. Y en Colombia están por encima Cali, Medellín, Cúcuta, Pereira y Barranquilla. De manera que el gran debate que hoy se vive en Estados Unidos alrededor del libre porte de armas permite comparar el nivel de un país supuestamente seguro y confiable, a la vez con sicópatas y enajenados altamente peligrosos que gozan de increíble protección constitucional, y un país como el nuestro a ojos del resto altamente inseguro y nada confiable pero con la convicción de que las armas, más que elementos de defensa siempre serán un alto riesgo que cada vez queremos correr menos. Y con toda seguridad, en ese debate gringo no pasará nada porque el poder económico y político de quienes defienden el libre porte y uso de armas supera con creces al de los pacifistas.

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