Pertenezco a una generación que se salvó por cuestión de un par de tímidos años de la sombra tenebrosa de Pablo Escobar y los días de terror del M-19, entonces la guerra abandonó la ciudad y se internó en lo más profundo de la manigua para quedarse allí, al otro lado de la pantalla del televisor. A nosotros nos tocó otro enemigo, uno invisible que podía afectar las vidas de más personas con menos esfuerzo: La crisis. Así no sólo nos vimos forzados a crecer en medio de los fantasmas de las bombas pasadas durante las horas más sangrientas de la violencia sino que a la vez debimos capotear los bolsillos vacíos y las hipotecas que se erguían amenazantes.
Entonces, cuando todo lo malo parecía ir peor, nos consolidamos como la generación de la esperanza, la camada que tenía en sus manos la misión de forjar el país que nuestros padres nunca vivieron de la mano con la flamante nueva Constitución que nos amparaba. Pero, paradójicamente, el haber nacido en medio de aquel caos de finales de siglo nos ungió como los hijos del conflicto, los mismos que nunca han vivido un día de paz y que quieren alcanzarla no porque la añoren de épocas anteriores sino porque tienen curiosidad de a qué sabe.
Y es por aquella realidad televisada tan lejana con la que fuimos criados que desarrollamos un corazón coraza al mejor estilo de Benedetti (De Mario, por supuesto, no de Armando), donde las noticias macabras de mayor calibre pasan ante nuestros ojos con la naturalidad del día que se vuelve noche. Cada masacre que “cubre” un canal, aunque eso mucho decir pues más cubrimiento tiene un partido de fútbol, desfila en nuestras consciencias como parte de una obra de teatro repetitiva y cotidiana de la cual hace rato nos desentendimos, prefiriendo ignorar ¿Hasta qué punto nuestro umbral del dolor de patria se trastocó irremediablemente para mis contemporáneos y los que nos siguieron en el eterno ciclo de vida y muerte? ¿Mantendremos algún residuo de simpatía para poder catar el sabor de la paz, si es que llega?
El más reciente informe del Centro de Memoria Histórica nos pone de presente la escalofriante sumatoria de 200.000 cadáveres en el ábaco de la guerra que nos ha azotado por años, una cifra de tal proporción que por su magnitud se desfigura sola y por ende es difícil concebirla en su integridad. Esa será la próxima batalla que tendremos que librar una vez los fusiles se silencien en los campos, la de la reconstrucción de nosotros mismos. Urgirá, pues, una desmovilización imperiosa de los callos que blindaron nuestros corazones, para que llegado el día en que por fin, como dicen en las iglesias, “la paz sea con nosotros” no la dejemos de sentir como hace mucho hicimos con el dolor.
Obiter dictum: Peor que la vergüenza mundial de haber escrito “Word” en las medallas de los World Games es la chambonada de tratar de tallar la “L” faltante a la brava como quisieron hacerlo.
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