Dayana Méndez Aristizábal
Es necesario hacer una reflexión sobre un tipo de violencia silenciada y normalizada, una sobre la que poco o nada hablamos. Se trata de la violencia obstétrica. Esa que se ejerce sobre las mujeres en situación de embarazo, parto y posparto. Una serie de tratos deshumanizantes y prácticas médicas abusivas en donde rara vez interviene la voluntad de la madre. Los gritos, las recriminaciones –“cuando lo estaba haciendo no se quejaba tanto, puje”, “usted es muy floja, no grite, no llore”-, las largas esperas en una sala de parto soportando frío, sed o hambre, la casi nula consideración de la voluntad de la madre para la toma de decisiones y así una larga lista.
En Colombia 500 mujeres al año mueren por causas atribuibles al embarazo, parto y posparto y esto es responsabilidad del mediocre sistema de salud que tenemos, pero también de las prácticas que se han ido normalizando en los cuerpos de las mujeres que dan a luz. Hay una fuerte relación de poder Médico-paciente, bajo la cual el médico es el que sabe y ello anula la voluntad de la madre y de su cuerpo. Da igual si quiere pujar o no, si quiere parir acostada o no –aunque hay estudios que demuestran que es la postura más dolorosa y riesgosa; existiendo otras posibles, como de pie, en cuclillas o arrodilladas-, si hay consentimiento para una episiotomía o no –corte del periné entre la vulva y el ano-, para una cesárea, o si quiere la epidural; porque al final todas terminarán haciendo lo que se les ordene, sin que su voz y su voluntad sean tenidas en cuenta.
Acá este padecimiento debe sufrirse en soledad, porque a las mujeres no se les permite entrar acompañadas a las salas de parto. Todas estas situaciones han sido advertidas por la organización Mundial de la salud –OMS- que además ha sugerido la menor intervención médica posible en cada parto en donde lo que debe primar es la voluntad de la mujer; mientras que el Comité de Naciones Unidas para la tortura ha manifestado que estos actos crueles e inhumanos son constitutivos de verdaderos actos de tortura.
Estamos condenando a las mujeres a ser madres en condiciones degradantes, mientras somos espectadores silenciosos que celebran la vida del nacimiento a costa del dolor y el sufrimiento de otras, y así nos vamos convirtiendo sin excepción, en el producto de la violencia desde el instante mismo en que nacemos.