Cultura megalítica septentrional Andina ó Uyumbe

El epicentro propiamente dicho es la jurisdicción municipal de San Agustín en donde se halla el parque Arqueológico Nacional, primero del país, por su importancia científica y sus atractivos turísticos. El epicentro propiamente dicho es la jurisdicción municipal de San Agustín en donde se halla el parque Arqueológico Nacional, primero del país, por su importancia científica y sus atractivos turísticos. Camilo Francisco Salas Ortiz Especial LA NACION Pocos capítulos tan apasionantes de la prehistoria americana como el relativo a la civilización del Alto Magdalena, tradicionalmente conocida como Cultura ­de San Agustín. Este nombre tan familiar por algunos aspectos ya que evoca la figura egregia del Obispo de Hipona, y tan exótico en su designación de una aldea perdida en el centro del Macizo Colombiano— simboliza uno de los enigmas del pasado aborigen de América: ¿Quiénes fueron los agustinianos?… ¿De dónde vinieron?… ¿Cuáles fueron las causas  de su desaparición?… ¿Cuáles las relaciones raciales o culturales   con   otros   pueblos   de  la América aborigen?… Fueron una avanzada de los Mayas centroamericanos, como han pretendido algunos, o por el contrario, dieron origen a las culturas andinas y llevaron hasta Tihuanaco las artes megalíticas?… ¿Qué parentesco ofrecen con los pueblos oceánicos y hasta dónde se relacionan con los ignotos pascuenses? Todos estos y muchos interrogantes hasta hoy sin solución aceptable provocan los varios centenares de estatuas que yacen sobre una inmensa área de nuestro te­rritorio como mudos testigos de un pasado oscuro y grandioso, como pétreas pruebas de una religión com­pleja y multiforme, de un reverente culto a los muertos de una organiza­ción jerárquica, de un indescifrable simbolismo, en fin, de una impresio­nante cultura espiritual. El arte es una de las comprobaciones indudables de la cultura. Y más depurado será si esta es más auténtica, más original. Ello sucede al tropezar con la primera frustración de la nacio­nalidad, acaecida sobre el lejano valle de San Agustín, cerca de las cabeceras del río Magdalena y en un momento histórico todavía indeter­minado. Allí floreció, en un rincón inaccesible de la topografía andina, entre exuberante belleza, clima tibio y benigno con lluviosidades prome­dias, una de las culturas más sorpren­dentes y vigorosas de los amerindios. Cultura que no desmerece nada frente a las manifestaciones escultóricas de Mayas, Aztecas o Incas. Rompecabe­zas para investigadores. Enigma para etnólogos y arqueólogos. Misterio, en la noche del pasado amerindio, para el vulgo. Pero sobre todo una maravillo­sa afirmación de la estética indígena. “Podemos afirmar, dice el arqueólogo e historiador Luis Duque Gómez, que el período clásico de la cultura de San Agustín se inicia a partir .del siglo quinto de la era cristiana, y se caracte­riza por un desarrollo de la estatuaria lítica monumental, asociada a un in­tenso culto funerario que se manifies­ta además en la construcción de gran­des enterrazamientos destinados a las necrópolis artificiales, los cuales cu­bren las cámaras mortuorias revestidas con grandes lajas y sarcófagos monolí­ticos” Y es bajo ese período clásico cuando la escultura alcanza su mayor grado de perfección. El estilo se torna depura­do y delicado; las motivaciones son más convincentes y el esculpido de­nuncia notables excelencias estéticas, fundamentadas en técnicas, experiencias y maestría, acumuladas en el transcurso de los siglos. Curioso y ma­ravilloso caso este en el que el pueblo ignoto e ignorado deja en el arte la concreción de su existencia. No menos interesantes son, además, los extraños hipogeos, el enigma de las cariátides, el panorama silencioso de los túmulos o el labrado artístico de motivos heliolátricos en franca convi­vencia con terrazas escalinadas que de­nuncian irrefutables industrias agríco­las a base de maíz y de maní. Un culto a la muerte y a los muertos y un canto a la vida y a los vivos, esa es la contra­dicción de una cultura milenaria por su formación, desarrollo y superación. Es el muestrario elocuente de nuestra primera y auténtica civilización. Cultura agustiniana El área de la cultura agustiniana —y hay que llamarla así en defecto de su verdadera e indescifrada denomina­ción— se extiende por un vasto escena­rio geográfico del sur del país. Los municipios huilenses de San Agustín, Isnos y Saladoblanco, in­tegran el epicentro de la zona arqueoló­gica más rica del país. Se amplían sus ramificaciones en las regiones caucanas de Tierradentro, San Andrés de Pisimbalá, Inzá y Moscopán, pro­longándose luego en un anchuroso perí­metro de centenares de kilómetros que incluye el Valle de las Papas y territorio del Caquetá. Algunos arqueólogos como Monse­ñor Federico Lunardi, afirman que “esa influencia agustiniana se expande has­ta el norte del Ecuador en donde exis­ten rasgos arqueológicos y etnográfi­cos que establecen convincentes enla­ces culturales”. El epicentro propiamente dicho es la jurisdicción municipal de San Agustín en donde se halla el parque Arqueológico Nacional, primero del país, por su importancia científica y sus atractivos turísticos. San Agustín es un caso verdaderamente singular en el concierto primitivo de los pueblos amerindios. Primeramente porque su característica descollante es el arte; luego porque el único aspecto predominante es la cultura en piedra; después porque prima ese aspecto con una acentuación místico-religiosa- las estatuas son deidades o totems- y en fin, porque es probable una correlación, parentesco o continuidad, con otras civilizaciones de superior desarrollo como los preincaicos del altiplano boliviano y la serranía peruana o los Mayas y preaztecas de Méjico y Centroamérica. Es posible encontrar un dinamismo so­cial rigiendo los destinos de la cultura agustiniana inexorable y consecuente con sus creencias, mitos y  totemismo. La solidaridad por similitudes —como aglutinante    sociológico—    se    fundamentaba acaso en una comunidad espiritual, expresada en aplastantes fuerzas totémicas. Los detalles artísti­cos denuncian al tótem como el origen común, la génesis de la comunidad, el símbolo de los dioses tutelares, la divinidad amparadora y vivificadora, el principio mágico para todos en general y para cada quien en particu­lar. El Tótem es una soldadura social, un factor de semejanzas que identifica al individuo tribalmente. Se puede establecer una honda e irre­ductible división social con base en el régimen de producción. Probablemen­te los agustinianos constituían un gru­po sometido a la férrea autoridad de una casta de sacerdotes-artistas, bajo cuyo dominio y explotación estaban los demás. Esta casta privilegiada con­trolaba el poder espiritual y temporal, indispensablemente apta y predispuesta para el aprendizaje artístico. La forman escultores que transmitían here­ditariamente los secretos y las técnicas de su oficio. Su condición de supe­rioridad provenía de la factura de estatuas, que los situaba en contacto directo con las divinidades, de las cua­les derivaban su prestigio. Como intér­pretes o intermediarios de los dioses, los escultores-sacerdotes, proclamaron las excelencias del poder. El resto de la población —entretanto— debía dedicarse a su sostenimiento. Agriculto­res, cazadores, pescadores, recolecto­res de frutos silvestres y quienes tuvie­ron recursos económicos, es presumi­ble que contribuyeron con su aporte a subvencionar las necesidades de la cas­ta a cambio de aceptar su poder mági­co-religioso concretado en la estatua­ria idolátrica. Desarrollo de una cultura Tratábase, en síntesis, de una teocra­cia dirigida por escultores cuyo poder estriba en el arte de hacer estatuas. Su evolución estuvo condicionada, en el crecimiento y mejoramiento artísti­co, al desarrollo y poderío del sector social predominante. Al período in­cipiente cuando la búsqueda del poder oscilaba entre la desconfianza y el temor, corresponde un estilo bur­do, grosero, de formas simplistas en la estatuaria: se caracteriza por el desempleo de técnicas rudimenta­rias, de escasos valores estéticos, sin dominios en los campos del esculpido. No es dable destacar aquí el hecho de que guerras sangrientas azotaron a los agustinianos hasta obtener la casta en la supremacía del poder. Pero ya organizada la teocracia, con la seguridad de un pueblo explotado y libre de cualquier apremio vital, la casta sacerdotal pudo dedicarse, con ahínco y espíritu contemplativo, a la cultura, posesionándose integralmente del papel mesiánico. Corresponde este momento a un período estilizado, de formas abstractas y complejas. Las es­tatuas de este período son ídolos im­ponentes, en la plenitud de su fuerza mágica, poderosamente impresionan­te, en donde lo grotesco va desapare­ciendo para hacerse sublime. Estabilizado el sistema, la estatuaria adquirió delineamientos uniformes. Características dominantes aparecen entonces: la boca bestial, o felina, tra­sunto del tótem y su poderío; felinos cuyos colmillos debieron significar la defensa del individuo y de la sociedad contra las fuerzas adversarías o los es­píritus malignos. Son fauces protecto­ras, amparadoras, vivificadoras. “En la estatuas —dice López de Mesa— la boca ritual, digámoslo así, cuadrada, demostrativa de recia dentadura con exagerados caninos, como de jaguar en mueca amenazante, quizás simbolice el orgullo del tótem o invocación totémica cautelosamente defensiva, más los ojos sugieren ofidios, potencias, casi individuando ya y allegándose al retrato de persona, y la vigorosa nariz ya lo confirma, con signo de carácter. Más aún lo expresa la boca cuando, dejando aquel rictus sui generis, apa­rece dominadoramente varonil, peque­ña, apretada y fina”. La representación, del otro yo, en donde cada quien lleva sobre sí, acaba­llada y significativa, su divinidad pro­tectora y orientadora, es la segunda característica. Motivos zoomorfos y fitomorfos, o de simples objetos, re­presentan el amparo totémico para la figura que los ostenta. La despropor­ción de los miembros, que permite re­saltar en muchas estatuas la normali­dad de las extremidades superiores y la anormalidad, casi hasta no ser per­ceptibles, de las inferiores, supone la aparición de una tercera característica. Este detalle se ha interpretado como un índice de la reducida estatura entre los agustinianos, razón que no es ni científica ni convincente y que no pasa de ser una simple conjetura. Y, a la postre, la presencia en estatuas que representan guerreros con cabezas- trofeos colgando del cuello, ha hecho suponer el fenómeno del prestigio político-militar con fundamento en la recolección de cabezas enemigas reducidas. Tan abominable costumbre ha servido para establecer un contacto cultural con los Aucas y Jíbaros de las selvas amazónicas ecuatorianas, en los que la reputación del guerrero, su va­lentía y coraje, y la aceptación que los demás confieren a estas cualidades de­penden del número de cabezas reduci­das que a manera de trofeos de victo­rias ostenta en sus bohíos. Es presu­mible también que las estatuas agustinianas no sean sino representaciones endiosadas de sus caudillos y jefes mili­tares. ¿Y su decadencia? Es probable que aquella civilización hubiera entrado en franca decadencia al desaparecer la casta de sacerdotes-escultores, grupo minoritario dueño de los medios de producción y del po­der político. Agudos conflictos sociales presumiblemente frustraron el nivel de su desarrollo cuando llegaba a su mejor expresión. Una lucha de cla­ses violenta y sangrienta, pudo cortar de raíz la tradición escultórica. No de­be descartarse el hecho de que las tri­bus y los clanes, hastiados con el do­minio prepotente y omnipotente de la casta, hubieran destruido en una suce­sión de guerras civiles y de crisis políticas a aquel grupo sociológico de presión. Desaparecida la casta obviamente se terminaban las técnicas del esculpido, tal vez heredadas secu­larmente y en secreto, y se paralizaba para siempre la única manifestación material y sobresaliente de la zarandeada cultura: la fabricación de los ídolos imponentes en los bloques ferruginosos. Pudo ocurrir también que invasiones de pueblos guerreros y belicosos pro­cedentes del norte, caribes y pre-chibchas excepcionalmente, siguiendo la ruta del río Magdalena hubieran lle­gado, en son de guerra, al escenario cultural agustiniano. Como es usual en estos casos probablemente a sangre y fuego sometieron a sus moradores, los esclavizaron o los exterminaron si es que opusieron alguna resistencia. El no hallarse vestigios escultóricos en ta­les agrupaciones primitivas —escasa­mente petroglifos o estelas insignifi­cantes— presupone el caso histórico del pueblo guerrero que siendo inferior en cultura dominó al pueblo inerme, aún siendo este superior culturalmente. Se puede pensar, obstinadamente, en un agotamiento progresivo de los me­dios de subsistencia que obligaron a los agustinianos a emigrar en despla­zamientos masivos y sucesivos. Un cambio en las condiciones climáticas y atmosféricas debió afectar considera­blemente el medio ambiente. El gra­dual aumento de la humedad bien pu­do destruir las tierras cultivables entronizándose en su lugar la manigua intertropical con sus miasmas y ámbito de clima deletéreo. Emanaciones pútridas de aguas pantanosas paulati­namente atrajeron nubes de zancudos y mosquitos portadores de gérmenes que se encargaron de diezmar la pobla­ción, con enfermedades endémicas y epidémicas, lo que explica que no por azar o simple coincidencia aquellas regiones colombianas estén afectadas de dolencias regionales tan mortíferas • como el paludismo, la anemia tropi­cal o la uncinariasis. Sin armas para combatir la manigua y defenderse de las endemias, los agustinianos o em­prendieron el éxodo o perecieron. Ante el asombro del visitante que re­corre la periferia de San Agustín, se perfilan impresionantes rasgos del ar­te más auténtico que hemos tenido. Orgullo de los amerindios que en sus estatuas le entregaron a la posteridad el mensaje angustioso de su fe, su vi­da, su espíritu y su decadencia. Conclusiones: 1.- Los primitivos pobladores de San Agustín al parecer tuvieron una per­manencia muy larga en los lugares en donde hoy aparecen las estatuas. 2.- Trabajaron muy poco la orfebre­ría a juzgar por los hallazgos escasos de piezas de oro. 3.- Una población numerosa debió ocupar gran parte de este territorio, dedicada a la agricultura, especialmente al cultivo del maíz, maní y coca. 4.- En muchas estatuas están represen­tados los instrumentos de trabajo que usó este pueblo en sus actividades dia­rias, tales como el cincel largo y el martillo de dos puntas especialmente empleados en el tallado de las esta­tuas. 5.- La alfarería que se encuentra en todo el pueblo agricultor está repre­sentada por tazas rudimentarias sin pintura y sin pulimento. 6.- Las urnas funerarias a que se refie­ren algunos campesinos de la región pertenecen seguramente a culturas más recientes. 7.- Las mujeres vestían con faldas y delantales; y los hombres a veces utilizaban taparrabos, lo mismo que cinturones y bandas escalonadas. Es muy difícil averiguar cuál fue la primera vestimenta de la parte superior del cuerpo. 8.- Los adornos de la cabeza son de una gran variedad; en muchos casos es difícil distinguir los adornos pro­piamente dichos de los gorros y los peinados. El turbante parece ser un adorno femenino lo mismo que la fal­da. Las diademas que se observan en las cabezas de algunas estatuas son insignias exclusivas de los hombres, el collar es poco frecuente y es probable que se considerara signo de rango. 9.- Conocieron la industria de los hilados; se han encontrado varios vo­lantes de usos. 10.- Las armas principalmente fueron las siguientes: una maza corta adelga­zada en uno de los extremos y gruesa en el otro; la piedra lanzada con la ma­no y el dardo; los escudos empleados como una arma defensiva y que debie­ron ser como especie de armaduras de algodón sostenidas sobre los hombros; no se sabe si usaron el arco o el pro­pulsor, puesto que no aparecen repre­sentaciones de estos elementos. 11.- Las estatuas representan seres ultraterrenos de un mundo irracional y mítico, íntimamente unido a la tribu para señalar su destino. Es por esto que es necesario estudiar a fondo el mundo espiritual antes que las inter­pretaciones de las expresiones artísti­cas. 12.- Las piernas no están esculpidas en algunos casos y casi siempre son muy cortas como si el artista les hubiera da­do poca importancia en la idea general que implica la representación de las es­tatuas. La cara es comúnmente la parte trabajada con más cuidado lo mismo que el tronco y guardan a veces proporciones desmesuradas en relación con el resto del cuerpo. Den­tro del conjunto estético estas escul­turas debieron parecer muy bellas a sus autores.

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