El manejo que le ha dado el Gobierno colombiano a la crisis cafetera refleja los problemas de fondo que enfrenta el país para poder modernizarse y garantizar el desarrollo humano de sus ciudadanos. Mateo Trujillo El manejo que le ha dado el Gobierno colombiano a la crisis cafetera refleja los problemas de fondo que enfrenta el país para poder modernizarse y garantizar el desarrollo humano de sus ciudadanos. Estos obstáculos están estrechamente interrelacionados. Primero, la apuesta por la minería y explotación de recursos naturales como motor del crecimiento económico es peligrosa para el desarrollo del país. La forma en que se está atrayendo y gestionando la inversión en este sector –y la consecuente apreciación de la tasa de cambio– promueve la desindustrialización y afecta el medio ambiente y, en ocasiones, el equilibrio social. Como lo afirma la OECD, la creciente dependencia de las exportaciones de petróleo y carbón pueden afectar el potencial de crecimiento de las exportaciones agrícolas e industriales y perjudicar la capacidad de la economía para diversificar. Segundo, el país sigue todavía gobernado por las mismas familias y grupos que hace décadas se adueñaron del Estado para favorecer a sus allegados y proteger sus privilegios. Por ejemplo, la concentración de la tenencia de la tierra, medida por el coeficiente de Gini, es estimada en 0.86, una de las más altas en el mundo. Estas elites tradicionalmente han prohibido y estigmatizado de manera arrogante y mezquina la protesta social pacífica. Las legítimas reclamaciones de los pobres las consideran “inconvenientes, innecesarias e injustas”. Gracias a las redes sociales hemos visto durante el actual paro de los campesinos la forma en que han querido deslegitimar sus peticiones y la forma indigna en que los han tratado. El último problema de fondo es el clientelismo político. Los políticos tradicionales no ven a sus electores como ciudadanos a los que deben representar y rendirles cuentas, sino como mendigos cuyos votos deben comprar con limosnas o puestos en la administración pública. Este sistema, además de alimentar la corrupción y la ineficiencia administrativa, impide que muchos colombianos se reconozcan como ciudadanos poseedores de derechos y no como simples receptores pasivos de medidas asistencialistas y populistas que al final no los sacan de la pobreza. Estos tres problemas se alimentan y refuerzan entre sí. ¿Estamos, entonces, los colombianos condenados a ser víctimas de este círculo vicioso? No, afortunadamente. Así lo demuestra la reciente escogencia de Medellín como la ciudad más innovadora del mundo por sus logros en planeación urbana, políticas sociales, centros culturales y educativos, transporte masivo y emprendimiento. Esta transformación fue impulsada y liderada por un movimiento político independiente de los poderes tradicionales que renunció al clientelismo y optó por un modelo de desarrollo incluyente donde las clases menos favorecidas eran la prioridad. Los tres problemas de fondo fueron combatidos al mismo tiempo y los resultados fueron muchísimo mejores que a los que nos tienen acostumbrados. Sí se puede. www.mateotrujillos.blogspot.com