Un elemento estructural de la guerra y la violencia que han azotado al país desde hace más de 60 años es el dominio de la tierra, el poder de poseerla y usufructuarla. Un elemento estructural de la guerra y la violencia que han azotado al país desde hace más de 60 años es el dominio de la tierra, el poder de poseerla y usufructuarla. La época de La Violencia nació mucho antes del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán; desde los años 30 en campos y veredas se empezó a disputar el dominio y propiedad de la tierra productiva, materializándose en los primeros despojos que, inmediatamente, se convirtieron en los detonadores de las cruentas batallas y vindictas con tinte político. Pero la política no era más que la mampara bajo la cual los terratenientes fueron acumulando su extraordinario poder a punta de sumar hectáreas en los títulos de propiedad. Es lo que nos han planteado los más enjundiosos analistas del conflicto nacional acerca de sus orígenes. Y pese a que ya van más de seis décadas del fenómeno, este no termina sino que, incluso, muestra evidencias aberrantes de nuevos y peligrosos protagonistas como las acaba de denunciar el Gobierno Nacional. Cientos de miles de hectáreas fueron tomadas abusiva y violentamente por las Farc, la mayor parte de ellas en el departamento del Caquetá, zona que desde su nacimiento es epicentro lamentable y negativo de sus orgías de sangre y dolor. Haciendas de entre 5.000 y 42.000 hectáreas, enormes terrenos, han cambiado de dueño mediante la intimidación, el chantaje y la extorsión, quedando hoy en manos de testaferros de la guerrilla y con enormes dificultades para recuperarlas a sus legítimos propietarios. La ausencia o debilidad del Estado ha sido el mejor caldo de cultivo para estos despojos, que llegaron de la mano de la barbarie, la violencia, los cultivos ilícitos y, recientemente, de la minería ilegal; todo porque el Estado no implantó allí sus capacidades para ejercer un efectivo control del territorio y fortalecer la democracia. Lo dicen los mismos representantes del Gobierno que ahora enfrentan la dura tarea de consolidar y reconstruir vastos territorios de la Nación azotados por estos fenómenos. El país ya había tenido suficientes noticias de la manera en que los grupos paramilitares armaron toda su artillería económica a punta de despojo de tierras. Muchas de las masacres tenían ese propósito, más allá incluso de quitarle fuerza a su contraparte guerrillera. Pero ahora nos dicen que el despojo de las Farc es igual o peor puesto que han basado su permanencia en el control del territorio, lo cual no quiere decir que la gente haya estado del lado de las Farc sino que, si no hay Estado que la proteja, la población termina necesariamente haciendo lo que los violentos necesitan. La complejidad del fenómeno implica que muchos dueños no quieren volver a esas tierras mientras los violentos ejerzan aún allí su poder. Primero la vida que la tierra, por ello el esfuerzo estatal de restitución de tierras se presenta como uno de los más grandes desafíos que el país todo, y no solo el Gobierno, deberán hacer en la historia si queremos empezar a desactivar el principal detonante de la fratricida violencia que nos ha asolado sin descanso desde los tiempos de Olaya Herrera. La tarea apenas empieza y será larga y costosa. La complejidad del fenómeno implica que muchos dueños no quieren volver a esas tierras mientras los violentos ejerzan aún allí su poder. Editorialito La ausencia o debilidad del Estado ha sido el mejor caldo de cultivo para estos despojos, que llegaron de la mano de la barbarie, la violencia, los cultivos ilícitos y, recientemente, de la minería ilegal; todo porque el Estado no implantó allí sus capacidades para ejercer un efectivo control del territorio y fortalecer la democracia.