«Al enterarse Jesús que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaúm, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Entonces comenzó Jesús a predicar, diciendo: “Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, a Simón, al que llama Pedro, y a Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: “Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y le siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron las barcas y a su padre y los siguieron. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.» (Mateo 4,12-23)
Padre Elcías Trujillo Núñez
Muchas veces al hablar de vocación o de la llamada de Dios, se considera que es un asunto de jóvenes. Y, ciertamente, para un creyente es muy importante la escucha de Dios en esa decisión o dirección inicial que uno da a su existencia, al elegir un determinado proyecto de vida. Pero Dios no se queda mudo al pasar los años, y su llamada, discreta pero persistente, nos puede interpelar cuando hemos caminado ya un buen trecho de vida. Esta «segunda llamada” puede ser, en ocasiones, tan importante o más que la primera. Es normal, en plena juventud, seguir la propia vocación con temor, pero también con ilusión y generosidad. La pareja que se casa, el sacerdote que sube al altar, la religiosa que se compromete ante Dios, sabe que inician “una aventura”, pero lo hacen con entusiasmo y fe. Luego, los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van desgastando. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad parece oscurecerse. Se puede apoderar de nosotros el cansancio y la insensibilidad. Tal vez seguimos caminando, pero la vida se hace cada vez más dura y pesada. Ya sólo nos agarramos a nuestro pequeño bienestar.
Seguimos luchando, pero, en el fondo, sabemos que algo ha muerto en nosotros. La vocación primera parece apagarse. Es precisamente en ese momento cuando hemos de escuchar esa «segunda llamada” que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Es posible reaccionar. La escucha de la «segunda llamada” es ahora más humilde y realista. Conocemos nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. No nos podemos engañar. Tenemos que aceptarnos tal como somos. Es una llamada que nos obliga a desasirnos de nosotros mismos para confiar más en Dios. Conocemos ya el desaliento, el miedo, la tentación de la huida. No podemos contar sólo con nuestras fuerzas. Puede ser el momento de iniciar una vida más enraizada en Dios. Esta «segunda llamada” nos invita, por otra parte, a no echar a perder por más tiempo nuestra vida. Es el momento de acertar en lo esencial y responder a lo que pueda dar verdadero sentido a nuestro vivir diario. La «segunda llamada” exige conversión y renovación. Siempre he escuchado que «sólo el pecador es viejo, pues conoce el hastío de la vida, y el hastío es una señal de vejez”. Dios sigue en silencio nuestro caminar, pero nos está llamando. Su voz la podemos escuchar en cualquier fase de nuestra vida, como aquellos discípulos de Galilea que, siendo ya adultos, siguieron la llamada de Jesús.
Hoy también escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere poner nueva vida en nuestra vida. La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado. Es un cambio que va creciendo en nosotros en la medida en que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz. Porque, convertirse no es, antes que nada, intentar hacer desde ahora todo «mejor», sino sabernos encontrar con ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. No se trata sólo de «hacerse buena persona”, sino de volver a aquél que es bueno con nosotros. Por eso, la conversión no es algo triste sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir sino sentirse más vivo que nunca. Descubrir hacia dónde debemos vivir. Comenzar a intuir todo lo que significa vivir. Convertirse es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestro vivir cotidiano. Liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de dominio y posesión. Liberarnos de objetos que no necesitamos y vivir para las personas que nos necesitan.