Dios preocupado por el sufrimiento del hombre

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor.» Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: – «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír» (Lucas 1, 14-21)

La primera mirada de Jesús al comenzar su misión no se dirige al pecado de las personas, sino al sufrimiento que arruina sus vidas. Lo primero que toca su corazón no es el pecado, sino el dolor, la opresión y la humillación que padecen hombres y mujeres. Jesús se siente «ungido por el Espíritu» de un Dios que se preocupa de los que sufren, impregnado por su amor a los pobres y desvalidos. Es ese Espíritu el que lo empuja a entregar su existencia entera a liberar, aliviar, sanar, perdonar: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista, para dar libertad a los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor» Éste es el Dios que Jesús anuncia con su Palabra y con su vida… Un Dios en el que tenemos que confiar siempre, porque su preocupación fundamental es la felicidad de sus hijos.

Hoy se habla mucho de libertad y de derechos humanos; pero nunca como hoy hemos visto al hombre tan oprimido por el propio hombre. Parece que estamos jugando a ver quién puede más. Y resulta que siempre gana el más fuerte. Como respuesta tenemos el hambre, la guerra, la opresión, la falta de libertad. No es así como conseguiremos unirnos y ser más fuertes y libres. Frente a unos deberes debemos respetar unos derechos. – No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. – Mi libertad termina donde empiezan los derechos de los demás. – No seremos verdaderamente libres mientras dejemos que se apoderen de nosotros la pasión y el vicio.

El poseer cosas, el triunfo en el deporte, en el estudio, las propias cualidades, no llegan a satisfacer, sin más, a las personas. Siempre seremos esclavos de las insatisfacciones mientras no encontremos algo en lo que de verdad merezca la pena poner todas nuestras fuerzas. Incluso habrá cosas que nos pueden perjudicar. Esto lo estamos viendo entre nosotros: la sociedad de consumo nos está arrastrando a consumir cosas que nos esclavizan: drogadicción, televisión, internet, redes sociales, sexo, etc. Cuando a nivel de las relaciones de amistad, de familia o del grupo con el que convivimos a diario, uno no vive con el convencimiento de que la verdad y el error pueden estar de parte de ambos, se puede llegar a romper las relaciones con agresividad o rechazo de los demás por considerarlos culpables, por falta diálogo, por querer imponer mi verdad por encima de las verdades de los demás. Es uno de los graves problemas de nuestros días: no saber dialogar, escuchar a los demás, respetar sus ideas y su forma de ser. El hombre goza de libertad, pero su propio ser le dice que su constitución es frágil, que en su interior hay egoísmo, ansia de mandar y de poseer.

Que no siempre puede usar bien de su libertad, pues a veces, se siente tentado a hacer lo que no quiere y deja de hacer lo que quiere. Es doloroso admitir los fallos y equivocaciones de uno mismo. Pero es peor ocultarlos ante la propia mirada o la mirada de los demás. Reconocer nuestros propios fallos va a ser algo muy importante para aceptarnos tal como somos, a nosotros y a los demás. El considerarlo así ayuda a encontrar la confianza perdida en las relaciones con el otro, a valorar sus razones, a desarrollar la capacidad de comprensión.

El Evangelio de hoy es una buena pista para buscar la verdadera libertad: nunca seremos libres de verdad, mientras no lo sean los presos, los pobres, los enfermos, los marginados de nuestra sociedad. Nuestra libertad pasa necesariamente por la libertad de todos los hijos de Dios.

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