Los conflictivos y candentes acontecimientos en el vecino departamento del Cauca tienen como protagonistas centrales, por su pretendida ubicación en la mitad de las partes Los conflictivos y candentes acontecimientos en el vecino departamento del Cauca tienen como protagonistas centrales, por su pretendida ubicación en la mitad de las partes, a los pueblos indígenas que propugnan por su total alejamiento de la guerra y el respeto a la condición de neutrales que reclaman. No se trata de un asunto simplista en el que se pueda afirmar, de buenas a primeras, que pueden gozar de la neutralidad o que, contrario a ello, sí deben tomar parte al lado de la legitimidad y del Estado del que hacen parte. Vale decir, entre otras cosas, que a los pueblos indígenas se les ha dado amplio y probado reconocimiento en la estructura jurídica y estatal del país, sobre todo desde la Constitución de 1991, a tal punto que tienen la potestad de decidir si prestan o no el servicio militar obligatorio. A su vez, las autoridades indígenas y los cabildos (órganos de gobierno de las comunidades) “son entidades de derecho público de carácter especial que hacen parte de la institucionalidad del Estado”, reconociendo el pluralismo jurídico, el respeto y la diversidad étnica y cultural de los aborígenes del país, que suman cerca de un millón, distribuidos en unos 80 pueblos por toda la geografía nacional. Sin embargo, lo que está pasando en el Cauca, con comunidades indígenas que han destruido puestos policiales y militares, se han enfrentado con sus guardias desarmados a los guerrilleros y a ambos grupos les han exigido retirarse de sus territorios, provoca un agudo debate en cuanto a si les es permitido a ciertas zonas nacionales ser excluidas de la presencia de la Fuerza Pública. Porque una cosa es que la Constitución y el espíritu de la ley reconozcan la diversidad étnica y cultural y brinden unas características especiales sui generis, unas políticas de atención diferencial para comunidades y pueblos indígenas, y otra que el Estado, a través de sus fuerzas legítimamente constituidas, puedan ser expulsadas o no se les permita pisar alguna fracción de la República. Claramente no puede aceptarse que nuestros policías y soldados tengan vedado un solo centímetro del suelo nacional; ni la Constitución ni las leyes ni los derechos de pueblos indígenas, o afrodescendientes o de cualquiera otra índole, tienen tal prerrogativa particular o prohíben que así se haga. Bienvenida la actitud indígena de apuntarle a la paz, de andar desarmados, de no generar conflictos, de manejar sus procedimientos judiciales propios, de formarse en guardia para repeler a los violentos, pero otra cosa muy distinta es que se impida el accionar del Estado a través de su Fuerza Pública. Sin desconocer que ha habido varios hechos de abuso del poder, crímenes cometidos contra indígenas a manos de algunos pocos miembros del Ejército o la Policía, tales hechos han tenido y deberán tener una investigación y castigo para los responsables, pero no es tal el motivo que pueda alegarse para echarle candado a una porción geográfica e impedir que allí el Estado actúe bajo el amparo de la ley.