El amor a Jesús no es asunto intelectual

«Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: – Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le contestó: – Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: – Apacienta mis corderos. Por segunda vez le pregunta: – Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Él le contesta: – Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Él le dice: – Pastorea mis ovejas. Por tercera vez le pregunta: – Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: – Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. Jesús le dice: – Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: – Sígueme.» (Juan 21,1-19)    

 

Durante estos domingos de Pascua vamos recordando cómo Jesús se apareció vivo a sus amigos y les devolvió otra vez la alegría y la esperanza. Hoy Jesús dirige a Pedro una pregunta: “Me amas?” No es pregunta de comprensión intelectual, sino de amor a Jesucristo. Es el amor lo que permite a Pedro entrar en una relación viva con Cristo resucitado y lo que nos puede introducir también a nosotros en el misterio cristiano.

El que no ama, apenas puede “entender” algo acerca de la fe cristiana. Amar es siempre “aventurarse” en el otro. Así sucede también en la fe cristiana. Yo tengo razones que me invitan a creer en Jesucristo. Pero si le amo, no es en último término por los datos que me facilitan los investigadores ni por las explicaciones que me ofrecen los teólogos, sino porque él despierta en mí una confianza radical en su persona. Pero hay algo más.

Cuando queremos realmente a una persona concreta, pensamos en ella, la buscamos, la escuchamos, nos sentimos cerca. De alguna manera, toda nuestra vida queda tocada y transformada por esa persona, por su vida y su misterio. La fe cristiana es “una experiencia de amor”. Por eso, creer en Jesucristo es mucho más que “aceptar verdades” acerca de él. Creemos realmente cuando experimentamos que él se va convirtiendo en el centro de nuestro pensar, nuestro querer y nuestro vivir.

Estoy convencido que sólo podemos creer en Jesucristo cuando le amamos y tenemos el valor para abrazarle en los más necesitados.”. Este amor es el que puede darle su verdadera hondura, liberándolo de la mediocridad y la mentira. Cuando se vive en comunión con Cristo es más fácil descubrir que eso que llamamos tantas veces “amor” no es sino el “egoísmo sensato y calculador” de quien sabe comportarse hábilmente sin arriesgarse nunca a amar con desinterés a nadie. La experiencia del amor a Cristo podría darnos fuerzas para liberar nuestra existencia de tanta sensatez fría y calculadora, para amar incluso sin esperar siempre alguna ganancia, para renunciar al menos alguna vez a pequeñas y mezquinas ventajas a favor de otro. Tal vez algo realmente nuevo se produciría en nuestras vidas si fuéramos capaces de escuchar con sinceridad la pregunta del resucitado: “Tú, ¿me amas?”.

 

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