El amor cristiano es universal

“Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lucas 6,27-38).

El amor del cristiano es universal, sin límites. No excluye a nadie. Pero no podemos regalar a todos los mismos amores. Existe un orden en el amor. En primer lugar, estamos nosotros mismos. Cristo supone este amor propio, cuando nos dice que la norma para el amor al prójimo es el amor a nosotros mismos. Pero tiene que ser un amor sano, equilibrado, maduro, no un amor egoísta. En segundo lugar, el amor a nuestros seres queridos: familiares, amigos, personas cercanas. Porque “el amor ha de comenzar por casa”. Y resulta que muchas veces es más difícil amar a los cercanos que a los lejanos. Puede pasar por ejemplo en un matrimonio o en una comunidad religiosa: con el correr del tiempo uno se olvida de los valores y virtudes del otro y se fija casi sólo en sus defectos. Uno se molesta más por los defectos que se alegra por los valores del otro. También son prójimos, en tercer lugar, los que nos han hecho mal: puede tratarse de una falta de caridad, como por ejemplo desatenciones, pequeñas ofensas, mal humor, o pueden ser injusticias, como injurias, calumnias, robos. A este tipo de personas las llamamos enemigos nuestros.
El Señor nos muestra los distintivos del verdadero cristiano. Nos presenta las exigencias para todos aquellos que queremos ser sus discípulos. Son exigencias muy claras: tenemos que amar a los enemigos. Tenemos que amar sin esperar retribución de los demás. Tenemos que amarlos como queremos que ellos nos amen a nosotros. Son exigencias muy concretas: por ejemplo: hacer el bien a los que nos odian. Orar por los que nos injurian. Al que me pega, ofrecerle también la otra mejilla. Al que me roba la capa, darle también la túnica. Prestar a los demás, sin esperar que me lo devuelvan. Son exigencias tan concretas, que nadie puede escapar o decir que no las entiende. Son exigencias muy difíciles: se trata de un ideal muy alto, difícil de alcanzar.

Porque se trata de criterios totalmente opuestos a los que vemos en nuestro mundo hoy. Son criterios del amor no del egoísmo o instinto. Criterios de la generosidad no de la estrechez de espíritu. Criterios de Dios no criterios del hombre. Es por eso que causan extrañeza, incomprensión. Sin embargo, como auténticos discípulos de Cristo, tenemos que aspirar a ellos. Son exigencias muy fecundas: que nos regalan una recompensa eterna. Se trata de imitar el mismo actuar de Dios, que es bueno también con los malos: no juzgar, ni condenar, sino ser comprensivo, perdonar, dar como Dios lo hace. Si actuamos así, nuestra recompensa será grande: seremos tratados por Dios de la misma manera, con la misma medida, como lo hicimos nosotros. Seremos acogidos con generosidad, misericordia y amor paternales por parte de Dios.

Viene a mi memoria como David perdona a Saúl, su perseguidor que busca con odio su muerte. Humanamente, es la gran oportunidad para acabar con su enemigo. Pero David lo respeta. Se niega a tocar a Saúl, el ungido del Señor. No quiere tomarse la justicia por su mano; confía en que el Señor mismo le hará justicia. Es justamente la actitud de un verdadero cristiano ante la injusticia. Tratemos a los demás con compasión, perdón y amor desinteresado. Entonces, Dios nos pagará como dice el Evangelio de hoy con una medida generosa, colmada, remecida y rebosante.

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